Era navidad otra vez. Don Alberto había pasado toda la tarde bregando con el maíz amarillo como ya pocos lo hacen: lo cocinó un poco, lo pasó tres veces por la máquina de moler, cada vez apretando más, y lo coló con paciencia hasta que el agua y los pequeños trozos escurrieron bien. Mientras molía estuvo recordando que ese proceso lo había aprendido en las lejanas navidades de Quinchía; en ese entonces, mientras observaba como se hacía, se sentaba a oír las instrucciones de su padre, pero generalmente estas conversaciones terminaban en aterradoras historias de chusmeros y degollados que en voz baja él le relataba.
Sabía que pronto llegaría su familia. Dos hijas venían de lejos y un hijo llevaría a su esposa y a su pequeño, su primer nieto. Juntos iban a rezar la última novena y después repartirían algunos regalos. Tomó la coca llena del zumo de maíz y la dejó reposando al menos por un rato. Corrió a sacar la antiquísima paila de cobre que alguna vez usó su madre en estas ocasiones y la puso encima del fogón apagado. Paró la vela prendida dentro de éste, puso palos pequeños y empezó a soplar. Soplaba estrechando los labios como lo hacía su tío Javier, ese que en Santa Rosa de Cabal los había recibido, a él y a su mamá, después de que se padre fue asesinado en Quinchía por dárselas de muy conservador y de muy valiente. Mientras más aire le daba al fuego más recordaba la finca que su tío tenía a las afueras; allí pasó navidades en las que la celebración se mezclaba con aprendizajes del campo, como a soplar fogatas, y en las que el baile y la música amenizaban encuentros furtivos con su prima Renata, quien para esos días siempre llegaba de Pereira; ella sería su esposa, su primera y su única mujer.
Cuando el fogón estuvo encendido, don Alberto puso la paila encima y en ella echó el producto de la molienda mezclado con algo de leche. Añadió poco a poco panela y margarina, y más adelante puso la cucharadita de sal, los clavos y la canela, los tres toques mágicos que su madre le había confesado en su última navidad, tal vez ya presintiendo la muerte. Cuando echó el coco rayado le fue imposible no pensar en la primera vez que Renata lo incluyó en la receta, ella entonces dijo que se lo había recomendado una amiga de La Virginia que lo había aprendido de los negros. Él ese día se puso furioso porque le parecieron desagradables las tiritas blancas entre los dientes y porque no entendía cómo una receta de negros podía ser digna de imitar; que tonto alboroto, ella siguió usando coco rayado cada navidad y él ahora lo añadía por física costumbre. Finalmente puso una bolsita y media de pasas, pues a pesar de que no le gustaban, recordó la felicidad de sus hijos cuando las comieron por primera vez en otra navidad en la que su esposa quiso volver a innovar.
Aunque todos los ingredientes los había añadido mientras revolvía, siguió dándole vueltas hasta que comenzara a espesar. Desde niño le gustaba revolver en el sentido del reloj para después devolverse e imaginar un reloj andando para atrás. Comenzó a hacerlo con más fuerza y raspaba para evitar que se pegara. Toda la hora que se demoró en ver el fondo de la paila pensó en Renata, hasta llegó a intuir que a ella le espesaba en menos tiempo. La recordó con la sonrisa maliciosa que le salía cuando él la sorprendía comiéndose aún caliente, como una niña, su propia receta. Sintió su ausencia, la misma de siempre pero engrandecida por esta época. Lloró su muerte aún después de tanto tiempo.
Ya era de noche y estaba lista para servirse. Sacó siete platos, sirvió siete porciones y los dejó encima del comedor para que cuando todos llegaran estuvieran algo fríos. Fue a su cuarto, se bañó, se cambió de ropa. Mientras esperaba tomó el retrato de su esposa y prometió estar alegre. Así fue. Aunque sus hijos y su nieto fueron recibidos por un viejo festivo y tierno, ellos aún no sospechan con qué ingredientes se vive la vida y con qué memorias se hace la natilla.
Bogotá D.C., diciembre de 2010
(Publicado en el periódico LA PATRIA de Manizales, Caldas. 24 de diciembre de 2010)