lunes, 2 de junio de 2008

UN ENCUENTRO DE DOS ÍNTIMOS EXTRAÑOS

Él, no demandó mucho para reconocerla. Desde el otro lado del mostrador no era difícil distinguir el color de su pelo del gris de la ciudad; mucho menos era complicado diferenciar del retrato desapacible de ese café, el trazo inconfundible del perfil de su rostro. Esa forma apresurada de caminar había conspirado en su contra y ahora lo dirigía con suma terquedad hacia lo que había creído evitar. Quizás si hubiera dejado de competir contra la sombra del tiempo escaso, la habría visto desde mayor distancia y habría podido evadir la trampa que el destino le había construido con tanta premeditación; quizás si se hubiera dejado alcanzar un poco por los minutos de los que tanto huía, habría podido detenerse y dar marcha atrás sin dejarse descubrir, pero al parecer ese afán constante nació con él, tal como su cuerpo se adhería a su cabeza al momento de nacer. Todo estaba dado, pero ese no sería el día en el que demostraría cobardía, y menos cuando los ojos de ella ya comenzaban a ponerlo en evidencia.

Ella, desde el lado del mostrador que le correspondía, había emprendido con vaga diligencia un reconocimiento minucioso de ese hombre que se le hacía conocido, pero al éste ir acercándose, cruzando de forma acelerada el salón donde los clientes confundían a la rutina entre cafeína y conversaciones, era cada vez menos necesario esfuerzo alguno, era él. Una vez se encontraron de pie uno frente al otro, ante la imposibilidad de un saludo más adecuado, sus ojos se encerraron en un recíproco abrazo que significó, para ambos, más mantener la guardia y el orgullo en alto, que explotar por la nostalgia. Ninguno de los dos cedería, no sabían exactamente en qué, pero no lo harían.

Él, con los ojos fijos en los color marihuana de ella, dejó que una tenue frase escapara, la cual, con palabras de más iniciativa que de libertad, indagaba por el estado de la mujer que hacía tiempo reputaba la primera de su vida. No sabía qué deseaba oír, puesto que si a ese sencillo “¿Cómo estás?” le seguía una respuesta débil con cierto aire de inconformidad, él tendría que, por decencia, ahondar en temas que seguro le habían sido vedados desde tiempo atrás; pero si por el contrario la contestación expresaba un “muy bien, gracias”, tendría que aceptar que ella había logrado ser feliz sin necesidad de estar a su lado, mientras él no tenía la certeza de haberlo conseguido sin ella.

Ella, respondió “muy bien, gracias” mientras ocultaba su inseguridad detrás de la sonrisa que siempre supo infalible contra la incomodidad de todo cuestionamiento. Su respuesta se originó en las entrañas del orgullo que lucía, con el fin de evitar que notara como hacía pocos instantes había estado meditando acerca de su penosa situación: había llegado a la ciudad no hace mucho, sin dinero, gracias a una débil aprobación de su familia, persiguiendo el sueño de un amor juglar y con la idea de hacerse inolvidable en las tablas de algún teatro, con la esperanza de un triunfo cada día más esquivo. En el momento en que respondió esas tres palabras, dos provenientes del corazón de hierro y una salida de su sagacidad cortés, sólo pensaba en que de ninguna manera permitiría que él se adentrara hasta zonas íntimas que no estaba dispuesta a descubrirle de ninguna forma.

Él, percibió ese “gracias” al final de la respuesta, enmarcada por los lujuriosos labios de esa mujer, como una expresión de inquisición más que como reflejo de un comedido comportamiento. Temía que aunque pretendía evidenciar una despreocupada indiferencia frente a su vida, esa desde el día en que ella misma lo había dejado bajo la amenaza de esta ciudad, era más bien la vía para que fuera él quien continuara conduciendo el interrogatorio, y seguro su resolución, puesto que ella, sospechaba, no tenía ánimo de decir ni una palabra que pudiera exponer particularidad alguna de su vida. No la creía cobarde, más bien la conocía suficientemente valiente para defender su intimidad como la más brutal de las amazonas.

Ella, no quería que supiera quien era ahora ¿Él se decepcionaría? ¿Cómo explicarle su cambio de planes? ¿Cómo contarle que había preferido la felicidad del arte, que la felicidad de salvar el mundo? ¿Cómo confesarle que había descubierto lo errado de su visión del amor hermoso, único, pacífico y mágico? ¿Cómo confesarle que era ella ahora quien deseaba responder preguntas?

Él, no quería que supiera quien era ahora ¿Ella se decepcionaría? ¿Cómo explicarle su canje de sueños? ¿Cómo contarle que había preferido la felicidad del amor que la de la fama? ¿Cómo hablarle de su latente temor al dinero y al poder? ¿Cómo demostrarle su nueva visión del amor monstruoso, inmanente, radical y sagrado? ¿Cómo confesarle que era él quien había renunciado a responder tanto y preguntar tan poco?

Ella, mientras buscaba la forma de ofrecerle algún producto, según el procedimiento adecuado para un cliente ordinario, no podía evitar que los recuerdos delicadamente se fueran desempolvando. Las diferentes ofertas de café se trocaron con imágenes del pasado que evocaban sueños idealistas de un novio que, confiado en enarbolar las mejores intenciones en lo alto, creía poder salvar el mundo a través de la política. Ella sólo quería venderle algo lo más rápido posible, deseaba bloquearle toda posibilidad a la conversación, lo último que esperaba era tener que confesarle que en el fondo siempre sospechó que en sus divulgados sueños, los de él, la vanidad se escondía vistiendo en ostentosa forma el disfraz de la solidaridad.

Él, aún sabiendo que un par de personas se habían unido a la fila en espera de su turno, decidió tomarse su tiempo para intentar descubrir en los ojos de ella si aún era la niña celosa que le temía a la soledad. Pero por lo contrario, mientras indagaba por sus temores, esos que creía conocer, recordó fue el día en el que ella decidió no enamorarse ante la inclemencia de la distancia, el día en el que optó por una vida inmune a la decepción. Sospechaba que, puesto que se hizo fuerte a su costa, lo había dejado porque en algún punto ya no lo necesitó más.

Ella, veía en el fondo de los ojos de él, esa misma incertidumbre que rondó su rostro el día que decidió no continuar con esa locura de amor desesperanzado, huérfano de futuro, en el que se habían sumido ambos. Percibió que su incertidumbre seguía acompañada de la incomprensión que no sólo nunca le permitió entender las razones del final, sino que sustentó su terca razón para no aceptar nunca sus deseos de dejarlo.

- Me das por favor un granizado de café – Ordenó él con menos deseos de café que de abalanzarse para abrazarla.

- Claro. Son cuatro mil pesos –

Él, mientras consultaba el fondo de su bolsillo en busca de los dos billetes que habrían de pagar de manera exacta su pedido, por su mente sólo pasaba la imagen del primer beso: Recostados en un sofá ajeno, su cabeza en el regazo de ella, sus labios apuntando al cielo, y los de ella uniéndose al encuentro que sellaría el comienzo de un agraciado amor para entonces.

Ella, fijó su mirada en el bolsillo de su cliente esperando que pagara cuanto antes y de la misma forma se perdiera de su vista. Sabía que vendría una frase de esas a las que, ante el desespero, él acostumbraba acudir. Palabras que, violentando la inercia de los sentimientos, se constituían como el último de los recursos cuando sabía que poco quedaba para salvar al amor del hambre del olvido. No quería matarle sus deseos de nuevo ante sus ojos, pero más por no tener que volver a recoger el reguero de emociones que dejaba la apertura de ambos corazones. Optó por la disciplina de la razón antes que por la rebeldía de los sentimientos.

Él, encontró los cuatro mil, los extrajo bruscamente de su pantalón, y, no sin antes darles un último vistazo para cerciorarse del valor, con movimientos lentos extendió su mano por encima del mostrador. Ella la alcanzó y sus dedos se rozaron a tan sólo cuatro mil pesos de distancia. Mirando el entrecejo de la mujer, sin repasar sus ojos por temor a desnudarle el alma, le ordenó: - Ven conmigo, porque la muerte quiere encontrarnos juntos –

- Pero es tarde, el sentimiento se ha perdido – exclamó ella mientras era su mirada la que en el suelo se extraviaba.

- ¿No queda esperanza? –

- La esperanza es lo último que se pierde – respondió con cruel ironía.

- Sí claro. Es lo último que se pierde, porque cuando se pierde ya todo lo ha hecho perder – Afirmó confiado en que ella conocía que sus palabras no todo lo decían, pues más hablaban el nostálgico pasado y el supuesto pero sospechoso presente. Dio media vuelta con el ánimo de abandonar el lugar. A pesar de que sus piernas torpemente se movían, su huida no podía esperar, pero ya no se fugaba del tiempo escaso como todos los días lo creía hacer, sino que su amada a partir de ese momento pasaba a ser el fantasma al que más habría de temer.

- ¡Ey señor! ¿Y su café? – gritó ella.

- Muchas gracias señorita, pero es tarde –
BOGOTÁ DC. ABRIL/MAYO/JUNIO. 2008

domingo, 1 de junio de 2008

LA VIOLENCIA DEL ARTE

“Hay una verdad elemental relacionada con todas las iniciativas y los actos creativos, cuya ignorancia mata las ideas y los planes más espléndidos: en el momento en el que uno definitivamente se compromete, la Providencia también se moviliza (…) La osadía trae consigo el genio, el poder y la magia”
Johann Wolfgang von Goethe

Con esta frase comenzó Anne Bogart su artículo titulado “Violencia” en una de las últimas ediciones de EL MALPENSANTE. Quiero reseñar algunas de sus palabras para más que hacer una exaltación a la violencia, hacer una denuncia por la injusticia a la que la somete la posmodernidad. No lo hago sólo por ser una de las directoras de teatro más influyentes en la actualidad, sino por haber percibido en su escrito la que un tal Goffman ya había descubierto hace algún tiempo: la vida es un teatro, y el teatro la vida.

Este arte (el teatro, la vida), como otros es donde se constata la necesidad de la violencia en todo acto creativo; donde se destaca que toda decisión debe ser una crueldad, una determinación insistente; y donde el éxito surge de la expresión que traspasa lo ordinario a pesar de las limitaciones. La función del arte es despertar lo que duerme, como bien lo diría Shklovsky, y en este sentido fue que Picasso insertó su consigna de que la creatividad habrá de ser sobretodo un acto de destrucción, donde la violencia es la primera pincelada y todo lo que sigue se centra en adecuar lo hecho. Es la violencia del arte.

El teatro, el arte, la violencia, le hablan a la humanidad, pero parecen comunicarse en un lenguaje distorsionado por el caos de significados en el que se sume esta era. Hablan de una violencia necesaria que aunque parece limitar la libertad y cerrar las opciones, lo que hace es abrir a su vez más posibilidades y exigir por su parte un sentido más profundo de libertad. Pero el mundo ha preferido otorgarle a la violencia el papel de “terrorista” donde de forma estúpida se encasilla en explosiones, muertes, disparos, papas bomba, megáfonos y marchas. ¿Es que acaso Gandhi no murió todavía convencido de que su revolución había sido de verdad no-violenta siendo quizás la más cruel del siglo XX? Un acto de destrucción hermoso, sin disparar un fusil, pero indiscutiblemente violento contra la indefensa y armada guardia inglesa.

Esta violencia del arte, la de Gandhi, la de Picasso e incluso la de Jesús, ha abandonado la universidad, poco se sabe si es porque los estudiantes han creído en serio que la violencia es únicamente la de las FARC o la de Al Qaeda; o si es que definitivamente se han sumido en la inercia absoluta de la posmodernidad, donde todo se vale pero nada vale la pena al mismo tiempo; o si es que en realidad aún esperan que todos los cambios son posibles por vía de las instituciones, esas mismas que se sustentan mediante la violencia, sólo que a esa la hemos llamado legítima.

¿Se olvida que todo sistema se conserva por medio de la violencia? Como lo denunció Walter Benjamín, toda institución de Derecho se corrompe si desaparece de su consciencia la presencia latente de la violencia, siendo evidente además que ningún sistema de Derecho logra sostenerse allí donde la violencia no es aplicada por sus instancias, y no es tanto por los fines que ésta aspira alcanzar sino por su simple existencia fuera de aquél. La aprobación de la violencia de Derecho es simple cuestión de legitimidad, valor que se le aplica por el desarrollo formal de un proceso democrático, al extremo de creer que toda violencia legítima conduce a fines justos por su simple vocación democrática.

Es deplorable que los estudiantes tengan que renunciar a la violencia, cuando ésta es la que día a día se encuentra en las aulas: la violencia de las decisiones arbitrarias, que señala personas y condena posiciones, que discrimina seres, y que de forma discrecional, oculta teorías, encubre verdades, y manipula la historia. Es una insolencia que aún siendo más sensato que los estudiantes se comprometan con su posición, con determinación insistente, es decir con crueldad, algunos sigan promoviendo unas “vías de paz”, que pretenden hacer coincidir con las institucionales, para más que promover el debate abierto, que de forma inocente consideran pacífico, lo hacen para acaparar la violencia en uno solo de los lados, del suyo, y muchas veces del de la legítima injusticia. Es natural que una de las partes pretenda conservarse mediante la violencia, pero es cómodo hacerlo mientras ésta se muestra como maligna cuando es el contradictor quien busca un acto de destrucción y creativo.

En la universidad, obviamente como partícipes de este mundo y de esta era, hemos dado un paso al costado al momento de tomar el desafío de la violencia del arte. Hemos olvidado que si no se asume el riesgo no hay progreso ni aventuras. Hacemos como si desconociéramos que permanecer en silencio, evitar toda violencia, toda creación, disminuye el riesgo del fracaso al tiempo que impide la posibilidad de avanzar hacia nuestras decisiones. Preferimos dejar el monopolio de toda violencia a los terroristas, y al Estado por supuesto, para esperar que la democracia, otra escultura surgida de la más feroz violencia, ofrezca todas las respuestas.

Desconozco qué tan acertados sean los pasos de la humanidad en este sentido, pero es claro que la violencia del arte significa decidir, participar, comprometerse, aceptar la muerte. Simboliza un desacuerdo que habrá de revelar las verdades de la condición humana, puesto que éstas son la tensión de los opuestos. Comprometerse con una alternativa genera una acción violenta, lo que describe Bogart como la sensación de saltar de un trampolín muy alto: “La sensación es violenta porque la determinación es una agresión contra la naturaleza y la inercia”. La violencia es legítima y necesaria en el acto creativo. Decidir es un acto de violencia, y sin duda la determinación y la crueldad deben formar parte del proceso.

La violencia, así como se demuestra en la del arte, son las alas de los sueños, el compromiso con las decisiones, la magia de la creación y la vida en el amor ¿Porqué temerle al riesgo de tomar las banderas de la crueldad del cambio? Evitar la confrontación, es andar sordos el camino de una posición fundada en la terquedad de la violencia conservadora más que en las verdades provenientes de la violencia del conflicto y del encuentro cruel de las ideas. El terrorismo fue el mayor invento de las posmodernidad para satanizar la violencia, la misión ahora es reivindicar que hay una determinación y una violencia, por fuera de esa que algunos “revolucionarios” lograron desfigurar, que desestabilizan y traen consigo la belleza y la mutación del estado inerte.

La creación es una catástrofe para el ambiente, donde todo surge por un acto que sólo debe asumirse y seguirse por virtud del amor, el mayor acto de extrema violencia, en el que uno se compromete con una idea por sobre todas las cosas. El arte es violencia, la violencia es cruel, y cruel el amor habrá de ser en la insistencia por la creación y el cambio. Alguien sí lo había dicho: “después del amor ya nada es igual”.
BOGOTÁ DC. MAYO. 2008
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. II Trimestre 2008. Bogotá DC)