martes, 30 de septiembre de 2008

HELENA Y PETER PAN: UNA POLÍTICA DE AMOR

Las dos cosas más importantes en la vida son, en su estricto orden, el amor y la política.
Otto Morales Benítez

Estimado doctor:

He querido empezar con esta cita del maestro caldense, para señalar que si bien, como usted lo cita, a la gente le gusta hablar de lo que menos sabe, del amor y de la política, lo hace simplemente porque ambas son la vida misma; y si se dice que de ello poco saben, es porque ambas, como la vida, encuentran poco de su verdad en la razón.
Debo ser yo quien dé respuesta a su opinión publicada por este medio, puesto que he sido en gran medida el culpable de que a lo largo de este año se haya abierto camino una expresión que late de manera tímida en los pasillos de nuestra facultad: “El desamor del Derecho”. Por mi parte aún no puedo cambiar de posición, puesto que todavía veo como para la mayoría de nosotros, los operadores jurídicos, el Derecho es más un instrumento de supervivencia y acumulación que una herramienta de construcción de armonía. Veo con tristeza como los estudiantes preferimos una simple transmisión de información útil para el propio desempeño laboral, en vez de adentrarnos de lleno al conocimiento jurídico para construir lo que no se ha hecho.

Dar a entender que poco podemos nosotros los estudiantes hablar del amor al Derecho, por ser quienes apenas estamos conociendo su mundo, es una posición nada más que fundada en la terquedad de la experiencia, en el pensamiento que otorga un valor infundado a lo vivido; es en cierta forma afirmar que nuestra generación, debido a su incredulidad según usted, tan sólo debe esperar a entrar del todo en el mundo jurídico como esperó la suya, para poder por fin hablar de lo que es el real amor al Derecho; pero creo que esto llevaría a que mi generación le entregara al país tanto como le entregó la suya, sólo por culpa de no creerle a ese amor a primera vista en el que usted hoy aún poco confía.

No creo que la opción nuestra sea una vez más quedarse a esperar a que la sabiduría de los años nos muestre el verdadero sentido de un sentimiento, a que nos señale un camino que han seguido ya varios pudiendo nosotros, con ese mismo sentimiento que abrazaba nuestros corazones el primer día de universidad, comenzar a construir uno nuevo que a algún destino distinto nos habrá de llevar.

Me quedo con esa visión del Derecho que tienen muchos de los primíparos y pocos de los maestros, esa visión cuyo amor se encarna en el deseo de transformación, solidaridad y dignidad. Prefiero construir mi vida en un Derecho que parta de eso que, como bien puede recordarlo el fiel lector de FORO, aprendí de Helena: optar siempre por el amor que pone la esperanza en los sueños por cumplir, en vez de quedarse elaborando un amor calculado que no servirá para nada distinto que hacernos creer que hemos obrado bien, cuando tan sólo hemos servido a nuestros propios intereses.

Ojalá siempre en el Derecho sea un Peter Pan, más que por no querer crecer, por crecer sin dejar de ser niño, sin dejar de amar, sin esperar mayor recompensa. Sueño en convertirme en abogado sin olvidar esos sueños puros del primer día de universidad, esos sueños que estoy seguro usted guarda en el fondo de su corazón y que antes ha sido el paso de los años lo que los ha empolvado. ¡Ojalá haya más niños perdidos por ahí!

MANIZALES. SEPTIEMBRE. 2008
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. III Trimestre 2008. Bogotá DC.)

EL DÍA DEL PITAZO FINAL

El Gol es algo tan sagrado que las profanas manos del Derecho difícilmente pueden alcanzar; pero poco importa cuando hay un reglamento por aplicar.

Pienso “deque” es un orgullo para mí, atendiendo a la confianza que me ha brindado “el profe”, tener la oportunidad de, además de “venir a aportarle al equipo lo que uno sabe”, exponerles el momento histórico que he presenciado y que ha partido en dos, o más bien en 22 más un arbitro con balón, la historia del Derecho. Tengo el honor de, mas que de hacer parte de “la seletción”, contarles como el Derecho ha tenido la gracia divina de recibir en su nómina histórica (“el fantasma” Hammurabi, “el patrón” Justiniano, Bartolomeo “el saxo” Ferrato, Hans “el mono” Kelsen, Duncan “pikiña” Kennedy, entre otros) toda la experiencia que ha venido a ofrecerle el deporte más popular del mundo, el fútbol; quizás lo más “popular” en que los abogados participamos.

Roberto Fontanarrosa, un escritor y caricaturista argentino sometido a la crueldad de la locura por el fútbol, antes de morir tuvo la oportunidad de enseñarnos que quienes hemos asistido en vivo y en directo, o en televisivo e indirecto, a la definición por penales que permitirá a nuestro equipo seguir en la Copa Libertadores, debemos tomar conciencia de que si hemos sobrevivido a ello, a superar la muerte a cada disparo desde los doce pasos, tenemos asegurado un futuro de fortaleza física y mental inapelable. Él estaba convencido de que el fútbol estaba creando una raza mejor y más fuerte, tal como las cucarachas que sobreviven incluso a explosiones atómicas, tal como los hinchas de Millonarios que aún viven sin verlo campeón, tal como los que aún no pasan el preparatorio de Derecho Privado.

Pero vaya sorpresa lo que no pudo Fontanarrosa ver: ¡Abogados jugando fútbol! Sí, dizque jugando fútbol. Sí, dizque abogados. El maestro argentino se equivocó en parte, pues si bien el fútbol venía depurando la especie humana, es en este punto donde ya podría hablarse del punto culminante de la evolución: Un abogado de guayos y “cortos”, mostrando las “pálidas” e intentando dominar un balón con los pies. Somos tan superiores que no necesitamos meter goles para ganar, pues con sólo el reglamento logramos eliminar contrarios; obvio, sí sabemos cuando es que la forma debe primar sobre la sustancia. El arbitro para nosotros es poca cosa, siempre existe la forma de persuadirlo, de engañarlo, de insultarlo (o sus espaldas generalmente), de comprarlo en casos extremos, o de interponerle un recurso de reposición (bueno aún no, pero uno nunca sabe con lo de la Reforma de la Justicia); el “de negro” no nos amedrenta, somos los abogados quienes sabemos cómo es que se actúa ante un juez.

Fútbol y Derecho, muy juntos aunque no lo crean, es algo que enorgullece el Derecho pero que al parecer profana el fútbol, puesto que aún, siendo la raza superior de quienes dominamos la “pecosa” mientras en el camerino nos espera el Estatuto Tributario, no conseguimos salir airosos al acercarnos a algo tan sagrado como el Gol, eso sí, no es por culpa de nuestra inhabilidad deportiva, sino porque aún no encontramos la vía (“de hecho”) para solucionar nuestra débil ofensiva. Lo que por ahora me queda claro, es que en el fútbol como en el Derecho, puede ser una mentira la fantasía popular de que la sabiduría viene con los años, además de que nos enseñan, ambos, a no estar seguros de nada, a dudar de todo: en el fútbol “nada está escrito”, y en el Derecho hay que “esperar la jurisprudencia de la Corte”.

¡Pero Roberto algo pasa! Sé que estabas convencido de que el fútbol, como las mujeres, es, en principio, inexplicable; leímos como aseguraste que “por fortuna, Dios, en su infinita sabiduría, mantiene a las mujeres algo alejadas del más popular de los deportes”; sólo vos podías estar seguro de que “sería extenuante, indudablemente, procurar entender ambos fenómenos al mismo tiempo”; sin embargo si estuvieras vivo te sorprenderías como las mujeres se acercan cada vez más a la “grama” y a la “tribuna”, pero no sólo mujeres Roberto, también abogadas. Un fantasma recorre el mundo, algo está cambiando Roberto, ojalá te quedes allá disfrutando de la eternidad mientras el mundo se hace llamas.

BOGOTÁ DC. SEPTIEMBRE. 2008
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. III Trimestre 2008. Bogotá DC.)

LA FIESTA DEL TORO

Fue en una tarde lluviosa donde vi por primera vez cómo la nobleza y la valentía eran más importantes que la sangre derramada en el ruedo. Será en una tarde lluviosa donde, sin poder explicarlo, lloraré la belleza y la bravura antes que la muerte.

Era una tarde propia de enero, o mejor, una tarde de enero propia de Manizales, una de esas en las que al alegre sol lo sorprende la presentida lluvia. Llovía a cántaros sobre la arena, igual sobre los espectadores que hacia ella poníamos nuestras miradas, y la idea que no abandonaba mi mente de niño era por qué el que construyó la plaza de toros no fue tan inteligente como el que hizo el estadio de fútbol, ¿cómo fue que no se le ocurrió inventarse un techo?

Obvio, para mí, con mi corta edad, ir a una corrida de toros en la Monumental era un plan tan sencillo como ir a un partido del Once Caldas en el Palogrande. Para ambos se llevaba el respectivo cojín publicitario de la licorera, se llevaba el impermeable que habría de protegernos de la inclemencia de la fiel lluvia, mi papá se terciaba su radio en el cuello y mi mamá nos despedía desde la puerta con rezos al infaltable Espíritu Santo; algo sí cambiaba para ir a los toros, la ausencia de la gloriosa camiseta blanca y la presencia de una “bota” que no era para los pies sino que se llevaba al hombro y en cuyo interior se portaba un secreto que mi papá compartía con los del lado en la grada pero nunca conmigo.

Y fue esa tarde lluviosa, esa misma en la que vi a mi padre llorar de la emoción por culpa de los infinitos “naturales” de José Tomás, en la que, ahora comprendo, comenzó mi vida en una tradición cuya complejidad misma la hace inexplicable, en algo que escapa a la razón tal y como hoy no se explica mi necesidad de vestirme, de comer lo que como, de vivir en democracia, de adquirirlo todo con dinero y de hablar y escribir exactamente con los mismos símbolos con los que me entienden. Esa tarde nunca imaginé que mi papá me inducía en un mundo de magia irracional, en un mundo que nunca se acaba de conocer, en un mundo que requiere de un gusto que ni siquiera en este artículo podrá nadie comprender.

Es la fiesta del toro, esa misma que aterró y después enamoró a Hemingway, a la que hoy se le reclama que deje atrás el salvajismo y la violencia, para darle paso al respeto por la vida y por la naturaleza; pero de algo no se han percatado, nosotros en el ruedo nada de eso vemos, sencillamente experimentamos todo lo contrario: armonía, belleza y respeto por el toro. Para el buen taurino es más importante la nobleza y la bravura del toro que su sangre y su muerte. ¿Cómo se explica eso? ¿Cómo se explica su carácter cultural?

A lo mejor estaría bien acudir a argumentos jurídicos, pero en mi humilde opinión el hecho de que se señale legalmente a la tauromaquia como valor integrante del patrimonio cultural de la Nación puede no ser muy diciente de la verdad popular, más cuando hoy por hoy resulta tan discutible la representatividad de nuestro cómico Congreso. Por eso hoy renunciaré a mi carácter de estudiante de derecho, hecho que me facultaría para dar por terminada la discusión ante un argumento fundado en el ordenamiento jurídico, y optaré por poner mejor sobre la mesa algunas razones un poco más serias: fui un niño que vio llorar a su padre en su primera corrida, con él seguí yendo, y hoy siento los toros como parte de mi vida.

A esas recurrente pregunta que mis conocidos me hacen para indagar la razones por las cuales considero las corridas de toros como algo cultural, sólo he conseguido responder, el igual número de veces, con preguntas: ¿Por qué ese mismo niño que al ver el asesinato de un cerdo lloró hasta perder las lágrimas en diciembre, fue capaz, en enero de resistir la masacre de cerca de 40 toros en tan sólo una semana? ¿Será que yo era ecologista en diciembre y enero me daba un repentino ataque de crueldad y sadismo? Sólo he atinado a responder con preguntas por la impotencia que me produce ver cómo, ante la incuestionable muerte de un ser vivo, miles de personas acuden a las plazas de toros a disfrutar de un “pase” bien logrado en vez del derramamiento de sangre, a contemplar a un toro que deberá tratarse con respeto incluso después de su muerte.

A esta paradoja pocas salidas pueden encontrársele, pocas respuestas pueden explicársele, y quizás el taurino que pretenda hacerlo no pasará de ser un pretencioso. Quizás por eso es que resulta tan desdeñable toda discusión entre antitaurinos y taurinos, pues mientras éstos intentan razonar con lo irrazonable aquéllos creen conocer las razones de éstos. Para quienes es tan sólo un negocio, sólo cabe decirles que es tan negocio como cualquier arte al cual el capitalismo se ha llevado en su cauce. Quienes consideran que es sólo para ricos, sería bueno que conocieran un poco de la fiesta del toro por fuera de la Santamaría de Bogotá, acudir quizás a una corrida en Duitama o Sogamoso, o en algún recóndito pueblo de La Castilla española. Para quienes allí sólo se acude a exponer los privilegios del privilegiado, puedo presentarles al “Loco Darío”, un manizaleño humilde que con el fruto de su trabajo anual consigue un abono con el que podrá ir a ver los toros, únicamente por amor. Para quienes creen que se hace a costa de indefensos animales, a pesar de su acierto, deben preguntarse cuál sería la vida de estos animales si las corridas dejaran de existir. Para quienes creen conocer las razones por las que las corridas existen, sólo resta admirarlos, estoy seguro que nosotros los taurinos pocas conocemos. A quienes creen que por su multitudinario rechazo no puede catalogarse de cultural, debe advertírseles que la cultura recae sobre las diferentes concepciones del mundo y tradiciones artísticas, entre ellas incluso las que no responden a los parámetros sociales predominantes en cuanto a raza, religión, lengua y folclor.

El razonamiento antitaurino representa la típica “solidaridad” de Occidente frente al mundo, ese mismo valor loable que, a la manera de Pizarro y de la Inquisición, llevó la democracia a Irak, le brindó derechos a la mujer musulmana, erradicó la odiosa práctica de los emberas de cortar el clítoris a sus mujeres, y consolida con el paso del tiempo el trato “humanitario” para los animales. Esa idea occidental de pretender explicar, a partir de los valores de la cultura propia, la barbaridad de la ajena; esa idea de querer expandir nuestros buenos valores para erradicar esos misteriosos que no podemos explicar y que no nos resultan convenientes. Quizás lo que más incomoda a los antitaurinos, es decir a la mayoría de la humanidad, no es el acto en sí mismo, si no la imposibilidad de explicar su existencia como valor cultural de una minoría social. Es obvio, incluso los taurinos sólo podemos, en últimas, acudir a argumentos irracionales e incógnitos, como bien lo afirmó Camilo José Cela: “El toreo es un arte misterioso, mitad vicio y mitad ballet. Es un mundo abigarrado, caricaturesco, vivísimo y entrañable el que vivimos los que un día soñamos con ser toreros.

Aquí la intención era pretender justificar la existencia de la tauromaquia y defenderla, pero al encontrarme con aquel niño que hoy acude a las corridas por simple placer y gusto, reconocí que el arraigo cultural de este mundo es tal, que quien pueda explicarlo es porque más bien tiene un pie fuera de éste. Es esa inexplicable razón por la que Hemingway se enamoró, por la que describió los toros como una acto moral en razón de su placer; es ese mundo que cautivó a Orson Welles hasta tal punto que pidió ser enterrado en la finca de una de los más grandes toreros españoles; es ese sello que llevo en el pecho, que no puedo ver ni oír, que me hace amar los toros sin poderlos explicar.

Quizás desparezcamos en la historia como el último vestigio de bárbaros crueles occidentales, pero solo sé que a mi abuelo le gustaban los toros, a mi padre le gustaban los toros, y a mí también. Hoy soy yo quien llora con los “naturales” de Morante de la Puebla.



Bogotá D.C./Manizales, septiembre de 2008

Bogotá D.C., julio de 2010


(Una primera versión de este artículo fue publicada en FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. III Trimestre 2008.)