jueves, 21 de enero de 2010

El DIABLO DE LOS EMBERA

A Mireya Tapasco la conocí en un bus cuando dejábamos Riosucio. Mientras se recostaba en la ventana, la emisora mal sintonizada resonaba: Fatalidad signo cruel, que en mi rodar se llevó el más valioso joyel…. Ella dejaba su tierra; abandonaba ese pueblo donde hasta los niños son poetas porque le pareció que el Diablo no era tan bonachón como allá decían. No había conocido al cornudo pícaro que allí adoran en medio del jolgorio, todo lo contrario, Mireya había visto de frente al demonio real, el del dolor, el de la injusticia, el Diablo que le niega la vida a su pueblo Embera.

Con la frente aplastada contra el vidrio sucio, me contó los intentos de su gente por recuperar aquello que se les ha quitado, eso que hasta el derecho les ha negado: la tierra. Relató lo ocurrido en la finca Mendaval en el 2007 y también lo de la finca San Antonio en el 2009, dos ocasiones en que por la impotencia decidieron recuperar tierra por la fuerza.

Sentí que su corazón estaba lleno de preguntas y vi que algunas lágrimas se asomaron en sus ojos porque quizás no encontraba respuestas que explicaran la injusticia. Comprendí entonces que Riosucio, como Colombia, es un espacio en el que han debido convivir diferentes formas de aproximación a la tierra: indígenas que viven en su relación colectiva con los recursos naturales, campesinos para quienes la propiedad sobre su tierra es una opción de autonomía, empresarios capitalistas que buscan la explotación y el aprovechamiento económico.

Me intentaba explicar esa política actual que busca no favorecer el reconocimiento de tierras para las comunidades indígenas, esa que, por el contrario, privilegia sólo una de las aproximaciones territoriales, la empresarial, ofreciéndole todas las posibilidades para que se conserve y se expanda. Ella estaba convencida de que las acciones que ha emprendido su pueblo Embera están justificadas por el derecho que tienen de acceder a la tierra, y más cuando han agotado todas las vías ante las entidades estatales.

Cierto es que Mireya nació y vivió en un espacio donde se integran distintos modos de actuar frente a la tierra, no obstante esta ha sido una integración desigual, injusta, pues en el occidente caldense, así como en muchas otras regiones del país, la construcción capitalista del territorio, la del empresario, se ha impuesto con ayuda de todo tipo de medios, desde el derecho hasta el terror. Ella incluso aseguró que para sembrar café y caña entre el valle del río Risaralda y el cañón del Cauca, muchos de su pueblo han tenido que morir o les han quitado sus terruños.

Como mujer indígena sabía que su actuar frente a la tierra es tildada de retrograda, sobre todo de ser un obstáculo para eso que llaman desarrollo y riqueza. Muchas veces ha sido burlada por vivir como le enseñaron sus padres, pues hoy lo importante parece ser la propiedad, la producción, la comercialización, la eficiencia, en fin, la maximización del territorio. Me contó que quienes insisten en mantener su forma distinta de vivir, son precisamente aquellos que son asesinados, o que, en el mejor de los casos, son amenazados para que dejen sus propiedades o las vendan por precios irrisorios.

Cuando ya nos sacudían las curvas que suben hacia Manizales, me dijo que el interés de arrebatarles sus tierras tenía el objetivo de conseguir una mayor explotación económica para los empresarios; seguro no sabe que también es la voluntad de acabar con las territorialidades que no correspondan con la aproximación capitalista, pues así se borra toda prueba de que otro modo de disfrutar la tierra sí es posible y de que hay seres humanos que pueden vivir de manera distinta.

Mireya confiaba en que regresaría al lugar de sus ancestros pirsas. Afirmó que nunca habrá paz mientras su pueblo no pueda disfrutar la tierra; y es cierto, nos seguiremos matando hasta que se reconozca que existen dinámicas distintas al simple aprovechamiento empresarial del territorio. Sean pájaros o bandoleros, sean guerrilleros o paramilitares quienes acaben con el pueblo, no cabe duda de que el conflicto de aproximaciones a la tierra estará siempre en el fondo alimentando la guerra y sirviendo de justificación. Ojalá ese Diablo bonachón permita una verdadera integración justa y simétrica entre las distintas formas de vivir el territorio, una en la que se favorezca la autonomía y en la que se renuncie a la hegemonía.

NOTA: Por oportuna aclaración del señor Álvaro Gärtner, que fue efectuada como comentario a la version web del artículo, se pudo constatar que según el apellido Tapasco, Mireya pertenece a la parcialidad Cañamomo. Esta parcialidad, aún siendo diferente, ha sido entendida por virtud de la ley como perteneciente a la comunidad Embera; esto refleja la omisión del gobierno por detectar los verdaderos orígenes de los pueblos indígenas. Hoy la comunidad Cañamomo comienza a rechazar esta filiación Embera.

Bogotá D.C. Diciembre de 2009
Bogotá D.C. Enero de 2010

(Publicado en el periódico LA PATRIA, el 18 de enero de 2010. Manizales, Caldas.)


CON EL AMOR EN LA SANGRE

Empiezo por señalar que nunca tuve ni me puse una camiseta de la Fundación Alejandra Vélez Mejía; confieso incluso que no he tenido muchos afectos por ésta, aunque sí, en más de una ocasión y disfrazado de scout, colaboré con su causa en su reconocido teletón. Es obvio que mis sentimientos hacia ella no se deben a su labor, que por cierto sigue siendo admirable, se deben a que siempre me han levantado sospechas esas movilizaciones manizaleñas en las que colaboran tantos conocidos que, además de no dimensionar el sentido de su tarea, creen que portar una camiseta y tomarse fotos con ella es una acción social suficiente para limpiar sus conciencias y “construir un país mejor”.

Nunca he querido al Atlético Nacional, pero por supuesto no ha sido por ser un mal equipo, ha sido por el oportunismo y la superficialidad de muchos de sus hinchas. Similar es lo que he sentido con la fundación Alejandra Vélez; me aterra el oportunismo y la superficialidad de bastantes de sus adeptos: mientras unos pocos comprometidos combaten en los hospitales la leucemia de tantos niños y buscan los recursos que permitirían la dignidad para sus vidas, los otros, oportunistas y superficiales, consideran que salir a la calle con alcancías, llenarlas, comprar o vender las famosas muñequitas de cordón y madera, tomarse fotos con los niños enfermos, es una obra social suficiente y hasta ejemplar.

Acepto también que alguna vez sentí impotencia, porque vi cómo toda la ciudad se volcó en Alejandra Vélez Mejía, a pesar de que existían tantas otras fundaciones en condiciones mucho más lamentables y con fines igual de loables: para niños con sida, para el tratamiento de tuberculosis, para atención de ancianos, entre otras. Consideré muchas veces que era la capacidad mediática de esta fundación y el reconocimiento social de sus forjadores la que hacía posible su amplia aceptación y apoyo. No obstante, con injusticia olvidé tener en cuenta que su fundadora, si bien tuvo la oportunidad de conocer y vivir en una esfera social en parte selecta, logró posicionarla con firmeza, porque fue una mujer que tanto el dolor como el privilegio de la muerte la hizo fuerte y aguerrida al frente de su misión.

A Isabel Mejía de Vélez, “Isabelita”, la conocí por mis padres, al principio no vi en ella nada especial, pero una vez mi mamá me relató su historia me impactó su jovialidad, su energía inagotable, su alegría y, sobre todo, la celeridad y la certeza de sus palabras. Todas estas pueden ser cualidades de cualquier persona del común, quizás por eso al principio nada en ella me llamó la atención, pero todas son cualidades dignas de admirar en mujeres que no renuncian a la vida a pesar de su dureza; que no renuncian al amor a pesar del dolor. Nunca crucé una palabra con ella, pero la seguí viendo en la calle, en los colegios, en actividades sociales y en cada teletón en el que participaba. La vi recibiendo condecoraciones departamentales y nacionales, y siempre, en todo reconocimiento, su rostro reflejaba el triunfo, no suyo ni de su vanidad como se acostumbra, sino de su obra y de sus ideas.

Estoy convencido que a Caldas “Isabelita” quiso mostrarle el amor: la posibilidad transformadora del servicio y la trascendencia de la solidaridad y la entrega por el otro. Sin embargo la vida no le alcanzó para enseñarnos a amar; seguro sospechaba que eso no se enseña, pues el amor es sólo una decisión que no hemos sido capaces de tomar. Entre todas las cosas que le enseñó a mi generación, no alcanzó a enseñarle que cuando sólo se llevan en las camisetas, los sueños son efímeros y se transan tan fácil como cuando nos cambiamos la ropa, pero cuando los llevamos en el corazón, en la sangre, se es capaz hasta de morir por ellos.

Que “Isabelita” descanse en paz, y que su vida sea una luz para este Caldas que tanto se resiste a amar y para esta Manizales que insiste en llevar sus sueños sólo en camisetas.

Bogotá D.C., diciembre de 2009


(Publicado en secretosdelkumanday.blogspot.com)