lunes, 19 de octubre de 2009

LOS MUERTOS DEL OLVIDO

Cuando abrí mis ojos allí estaba ella. Lo único que logré notar entre la confusión, fue la enceguecedora claridad de su mirada con la que repasaba mi letargo. Tardé algunos instantes en asirme a mis recuerdos, en encontrar las razones por las que parecía haber quedado abandonado a la voluntad de la noche. Evitando que la desconocida me tocara, intenté incorporarme; me levanté del frío del asfalto y me senté en el andén.

Sus ojos no se despegaron de mí, hasta me pareció que ni parpadeaba. Llevé mis manos hasta mi cara, con ellas restregué la niebla de mi mente y entre imágenes cruzadas y superpuestas comencé a ver el camino que me había traído hasta allí. Recordé que esa noche había llegado hasta el Chorro de Quevedo, solo, con la idea de inundar en cerveza mi desgracia; desde hacía días mi hija había desaparecido, apenas estaba terminando la universidad; mi búsqueda era impotente, para algunos era banal, inútil, hasta antipatriota; había ido allí a olvidarme de mí. Recordé que después de muchas botellas, que tomé en compañía de algunos desconocidos, había bajado en busca de cualquier transporte que pudiera llevarme a mi casa, cuando llegué al final del estrecho pasaje encontré un grupo de mujeres, jóvenes y ancianas, que bajo la luz de la luna danzaban en círculo, cantaban algo que no podía recordar. Después, todo era un recuerdo espeso, negro. ¿Me había quedado dormido por la cerveza? ¿Cuánto había permanecido allí? No podía ser mucho, pues la noche seguía erguida en lo alto aunque su soledad parecía ser ahora mayor. El carnaval del Chorro se había apagado notablemente, la plaza en donde había visto a las mujeres bailar estaba vacía. En ese momento sólo quedábamos ella, unas voces lejanas, el frío profundo y yo.

Levanté la mirada, noté que se había acercado. Su presencia no me perturbaba, por el contrario me asustaba que su apariencia no causara terror en mí; seguro antes de esa noche sólo su saludo me hubiera hecho temblar del pavor. Era delgada, hermosa, de pelo rubio y pálido, ojos grandes de un verde casi transparente y una piel tan blanca que dejaba al descubierto los rastros de algunas venas; vestía una blusa ancha y negra y un pantalón vinotinto. Se acercó más, acarició con suavidad mi brazo, pero la ternura con la que lo hizo no pudo esconder el frío de sus dedos. Me dijo que había venido a acompañarme, que no estaría solo y que debía ir con ella. No me atrajeron tanto sus palabras, pensé que estaba borracha, quizás trabada, pero me gustó la idea de no quedarme solo; a lo mejor ella me ayudaría a conseguir algo en qué irme.

Comenzamos a bajar por la calle hacia el occidente. Mientras iba caminando descubría que lo que yo tenía no era borrachera, tampoco era uno de esos guayabos que suelen adelantarse a la madrugada, era un estado de pesadez en el que, quizás por haber dormido un rato, me sentía mareado pero atento, con los sentidos más que en funcionamiento. Bajábamos por la calle, la observaba a cada paso, esperando que dijera algo, esperando una oportunidad para hablarle; en el fondo no sabía muy bien porqué seguía caminando al lado de ella, pero lo hacía. Cuando cruzamos la primera esquina, vi que un perro negro, grande, nos perseguía, resoplaba exhalaciones que el frío hacía visibles. Ella continuó unos metros más, incólume en su andar, yo continué fiel a su lado, el perro continuó detrás. La mujer se detuvo justo en la puerta de una de las casas, giró, se quedó mirándome con una sonrisa hermosa y justo cuando pensaba decirle algo, una voz salió a mis espaldas: “Laura, mi vida, te estaba esperando”, dijo.

Detrás de mí había otra mujer, blanca, menos bonita, con ojos de un negro profundo, de pelo rojo, opaco, no era tan flaca, pero una sombra oscura resaltaba bajo sus ojos; vestía de luto, un vestido que llegaba hasta un poco más arriba de sus tobillos. Abrazó a la mujer que me había acompañado y mientras besaba suavemente su mejilla, mientras la acariciaba, le dijo que la había extrañado. Laura, esa que minutos antes me había sonreído, seguro al ver mi confusión, nos presentó mientras compartían risitas entre ellas: me dijo que la recién llegada era Paz, que era de confianza y que sólo nos había estado esperando mientras yo despertaba. No me conmovió en nada la intempestiva compañía, eso era lo que me seguía asustando. El perro había desaparecido.

Paz dijo que estaba encantaba de conocerme, hizo énfasis en que no se podía explicar por qué yo había tardado tanto en unirme. No tuve muchas ganas de hallarle explicación a lo que decía, parecía desvariar igual que su compañera. Soltó la mano de Laura, acarició mi boca, uno de sus dedos gélidos se introdujo hasta tocar mi lengua y una vez lo sacó lo lamió mientras me miraba con cariño. Hubo un instante de silencio en el que, aunque no comprendía nada, sentí un regocijo infinito.

En segundos, del rostro de Paz emanó cierto coraje, con ceño serio me ordenó que, por ser nuevo, debía esperarlas allí mientras ellas finalizaban su labor, yo no hice ninguna objeción, hasta olvidé que quería irme a mi casa; seguía obedeciendo sin saber las razones. Con fuerza excepcional, las dos golpearon la puerta de la casa, yo pensé que definitivamente había perdido el juicio si creían que alguien les abriría a esas horas de la noche. Insistieron, sus golpes se hicieron más fuertes y más seguidos. Cuando miré hacia la parte alta de la fachada, me di cuenta que estábamos en la puerta de la Casa Silva, esa en la que dicen que vivió un poeta cuyos versos no conozco, uno como tantos de los que su muerte fue más famosa que su vida. Intenté decirles que allí no vivía nadie que esa casa estaba deshabitada porque desde hacía tiempo no era más que un museo de letras olvidadas; pero justo cuando tomaba aliento para ello, sentí cómo las guardas tronaban a lo largo de la vieja madera de la puerta.

Por la pequeña abertura se asomó el rostro del vigilante del lugar, les preguntó que era lo que querían, y de inmediato comenzó a gritar como si el dolor le hubiera entrado por los ojos; ellas se abalanzaron sobre la puerta, la terminaron de abrir con fuerza descomunal y en el acto derrumbaron al vigilante que quedó estampado contra el suelo. Paz lo atacó allí mismo bajo el umbral, le saltó encima como si una energía invisible hubiera explotado bajo sus pies. Sólo pude ver que lo tomó del cuello, pues su vestido largo se extendió como un telón que velaba la muerte. Igual no quise saber mucho, hasta retrocedí para evitar ver.

Cuando cesaron las patadas que contra el suelo profería el pequeño y desgraciado hombre, yo permanecí inmutable a la espera de lo acontecido. Los hermosos ojos de Laura me miraron y me brindaron tranquilidad ante tanto horror. Después de que exclamó que no debía asustarme, que pronto me acostumbraría, me dijo que aguardara tal y como Paz me había dicho. Desapareció al entrar a la casa y yo no tuve más opción que esperar.

Ya habían pasado un par de minutos y yo decidí acercarme a la puerta para intentar ver qué sucedía. El vigilante yacía en el suelo, al menos lo que quedaba de él. Estaba con las extremidades estiradas y en su cara todavía había rastros del terror, al lado de su cabeza se había formado un charco de sangre que fue lo único que en realidad me conmovió durante esa noche. Me agaché, tuve un deseo enorme de tocar su sangre y al hacerlo me inquieté de tal forma que imágenes olvidadas volvieron a mi mente: Vi a mi hija sonriéndome, vi la cara del policía que había justificado su desaparición, recordé que las mujeres que danzaban esa noche bailaban incansablemente, hasta se revolcaban juntas en suelo en una marea de brazos y piernas, yo me había paralizado al verlas, cantaban, cantaban: Yo te daré, te daré niña hermosa, te daré una cosa, una cosa que yo sólo sé, Upé. Después gritaban hacia el cielo Upé y con eso gritaban perdón, gritaban verdad, gritaban justicia, gritaban amor.

Laura me sacó de mi evocación, me agarró con fuerza y me llevó hasta la calle. Paz venía detrás de nosotros con unas hojas en la mano. Pregunté para dónde íbamos, y Paz me respondió que no preguntara, que sólo caminara rápido. Nos devolvimos, llegamos hasta la esquina por la que antes había pasado con Laura, volví a ser conciente del frío despiadado. Allí nos detuvimos, observé la noche estrellada que estaba pronta a terminar, miré hacia Monserrate, se veía lejos, triste, solo; Paz tiró de mi brazo, me exigió que le sostuviera los papeles, supe entonces que ella en la otra mano traía un trapo empapado en sangre, el cual empezó a doblar de tal forma que lo pudiera sujetar cómodamente. Me arrebató los papeles, sonrió con malicia y dejó ver unos dientes amarillentos que terminaban en puntas; al ver eso demandé alguna explicación de Laura, pero ella sólo atinó a responderme que pronto me acostumbraría.

Mientras escurría sangre del pedazo de tela que tenía en la mano, Paz comenzó a elevarse, y mantenía su sonrisa perversa. Se elevó con siniestra facilidad y de nuevo me asusté porque no me asustaba. Llegó hasta la altura del techo de la casa que allí estaba, que era de dos pisos, y comenzó a restregar el trapo de sangre contra su pared. No tardé mucho tiempo en darme cuenta que copiaba en la pintura blanca las palabras que traían los papeles que habían extraído de la Casa Silva.

Dibujaba las palabras, No más amaneceres ni costumbres, y al tiempo me iba diciendo que este país estaba bajo el imperio de una maldición, una peste que arrasaba los campos y las ciudades, no más luz, no más oficios, no más instantes. Desde arriba insistía en voz alta que esta era una sociedad que sufría una enfermedad irremediable, una que dejaba a los humanos perplejos en su condición y condenados a olvidar. Sólo tierra, tierra en los ojos, aseguraba que habíamos tenido que vivir lo que vivimos para que otros pudieran conservar su poder; entre la boca y los oídos; decía que nos habían obligado a permanecer callados, clandestinos, subversivos, tierra sobre los pechos aplastados; tierra apretada a la espalda, que nos dejaron viviendo muertos, olvidados, mudos, errando en la noche, escondiéndonos de día; a lo largo de las piernas entreabiertas, tierra; con dolor en la voz empezó a gritar que nadie estaba dispuesto a develar nuestros nombres, que todos creían que echar tierra encima acaba con todas las culpas y todos los dolores; tierra entre las manos ahí dejadas. Terminaba ya de escribir y sentenciaba en voz baja que toda esta humanidad había condenado y perseguido nuestro mensaje de amor; lo llamaban venganza, lo llamaban odio, lo llamaban desagradecimiento, pero era sólo amor, dolor convertido en amor. Tierra y olvido. Al final escribió: Zarranca Descemer Ríama. (Días después supe que era un mensaje que los que caminan por la calle no pueden ver, solo algunos lo leemos; aún está allí).

Descendió sollozando, su mirada ya no era perversa, era triste. Se abrazaron con profundo amor y juntas lloraron sin lágrimas, ya no les quedaban. Se separaron pero quedaron atadas por sus manos, me observaron con ternura y enseguida Laura me dijo que no temiera, que sólo era una noche mágica, una para abrir los ojos y hacer más fuerte la voz, una noche a partir de la cual ya nada sería igual. Me deseó suerte ahora que empezaba una nueva vida, mencionó que no debía perder la esperanza, que algún día descansaría en paz, quizás un día lejano pero tendría toda la eternidad para esperarlo, para encontrarlo. Se soltaron de las manos, Laura alzó vuelo, me miró desde lo alto y con una velocidad inefable se perdió entre la espesura de la oscuridad; Paz, caminó hacia atrás sin dejarme de mirar, dio media vuelta y empezó a correr; en menos de lo que dura un parpadeo se convirtió en un perro negro, grande, que azarosamente se perdió entre las calles, seguro persiguiendo a su compañera.

Ahora en las noches deambulo por La Candelaria, sólo pienso en mi hija, trato de no olvidar su risa, trato de no olvidar su nombre. Camino, a veces vuelo pero no me gusta tanto, me gusta confundirme con el resto, estoy convencido que no soy tan especial. Camino con mi dolor, con mi amor, con mis dientes amarillos que terminan en punta; pocas veces bebo sangre humana, no me gusta su sabor, es insípida, egoísta, vanidosa, más fría de lo que creía. Camino por La Candelaria, de vez en cuando visito a esas mujeres que bailan, que danzan en el suelo, que cantan y que gritan, ya sé que son como yo, me gusta lo que hacen, cantan la verdad y defienden la memoria. No vuelo, porque me gusta encontrarme por la calle a personas como usted, que no quieren oír mi nombre, pero que al ver mis ojos perderán la vida, perderán la muerte, o al menos no me podrán olvidar.

Bogotá D.C. Octubre de 2009

MIRA QUE ME ESTÁN MATANDO

Cuando ese miércoles las estrellas ya comenzaban a relevar el sol, él cayó a pocos metros de la puerta de su edificio. Había girado para ver quién pronunciaba su nombre y enseguida se habían desprendido del arma las muchas detonaciones, que convertidas en silbidos, se estrellaron contra su cuerpo. Los vecinos salían y gritaban de terror, sus nietos también habían llegado hasta allí persiguiendo a la abuela que venía en su auxilio. Nunca perdió la conciencia, ni siquiera ese día cuando recibió a la muerte.

En el suelo, sujetado por su esposa, con esos ojos serenos con los que Omayra días antes también había intentado aferrarse a la vida, observó una vez más ese mundo que le dolía, no en el cuerpo sino en el alma. Viéndose así, reconoció en él mismo la verdad que tanto intentó desvelar; las heridas en su cuerpo simbolizaban esa violencia que muchas veces lo amenazó, esa corrupción que denunció, esa realidad de Caldas que se resiste a desaparecer, ese “yugo que a todos nos asfixia” del cual habló (Está bravo el senador. La Patria. 21/3/1984).

Aquel día él ya estaba herido antes de los disparos. Hacía años lo entristecía que la ciudadanía no hubiera tomado conciencia de que la corrupción en el departamento era causada por la complicidad de todos, o mejor, por la cobardía de todos. Le dolía recordar que su sociedad era muy buena para condenar la corrupción, pero igual de buena para darle la espalda, para no meterse y no hacer nada (Miscelánea. La Patria. 2/2/1975). Desde hacía días, lo hería ese imperio del miedo que había condenado a Caldas a un silencio cómplice.

Mientras su esposa impotente buscaba cómo salvarlo, él empezó a ver que el mundo caminaba con más lentitud; los segundos parecían confundirse en un mismo instante, se extendían quizás para poder despedirse, para arrepentirse antes de partir, para repasar lo vivido. No se despidió porque sospechaba que viviría en sus letras, no se arrepintió porque se fue convencido de haber dado la vida por esos otros que tanto amó; pero sí recordó: más que su vida, recordó la sociedad a la cual le regaló hasta su último aliento.

Durante años, escribió que los ilícitos había que denunciarlos antes que comentarlos con timidez en las mesas de las cantinas (Miscelánea. La Patria. 2/2/1975); expresó que la sociedad caldense se había dividido en dos bloques, “el primero de delincuentes, destapados o disfrazados; el segundo de cobardes, de temerosos, de infelices” (Miscelánea. La Patria. 19/12/1980); sostuvo que sin duda al final tendríamos que evaluar “si contribuimos a hacer una patria grande, noble, honrada, para nuestros hijos y descendientes, o si la hicimos postrada para que ellos la sufrieran” (Caldas, levántate y anda. La Patria. 8/3/1984). Su principio fue dejar en evidencia esa hegemonía política que aún goza de su posición, esa que aún saca partido injustamente de la licorera, de los contratos, de los puestos públicos; esa misma que decidió asesinarlo.

Mientras “el viejo” continuaba ahí tirado, una mirada de su nieta mayor se coló entre tanto escándalo. Él la vio desde el suelo, le sostuvo la mirada con firmeza, sin pudor, sin vergüenza, con algo de coraje, pero justo cuando ese momento mágico le erizaba a ella su existencia, una vecina se la llevó de allí con sus hermanos a punta de mentiras. Hoy, esa última mirada de su abuelo la visita a ella en sueños: “mira que me están matando”, significa. Le insinúa que no se deje cegar como se ciegan a los niños en la presencia del dolor y de la muerte. Le dice que no deje de mirar, que no olvide, pero sobretodo que no tema.

Ese 20 de noviembre de 1985, murió en el hospital después de haber arribado en un taxi que él mismo ordenó pagar con su plata. No le pidió perdón a su familia por no haberles obedecido en guardar silencio, en dejar de escribir y proteger su vida; no les pidió perdón porque les había enseñado algo sublime: la opción por la verdad.

Cuentan que en la colonización de estas tierras, un tigrillo atacó a uno de los colonos obligándolo a subirse a un árbol para salvar su vida; algún Arango que allí estaba, sentenció que "el que tiene miedo se encarama". Manizales desde entonces ha vivido encaramado en sus montañas, con miedo, temiéndole a la verdad; pero Hernando Henao Vélez renunció a eso, sabía que “la conciencia es el supremo juez y allá en la intimidad no la engañamos” (Caldas, levántate y anda. La Patria. 8/3/1984).

Bogotá D.C. Octubre de 2009

(Publicado en el periódico LA PATRIA de Manizales, el 16 de octubre de 2009)

viernes, 2 de octubre de 2009

ENTREVISTA CON UN JAVERIANO


Apago el televisor antes verlo caer de nuevo. Como siento que el único honor que le puedo brindar es releer las notas de la única entrevista que le hice, abro el cajón donde están y las busco. Recuerdo que en aquellos días, cursando mi segundo año de derecho, me habían pedido que lo entrevistara porque él ya parecía dar enormes pasos siendo apenas un estudiante como yo. Mis preguntas de principiante encontraron respuestas que andaban entre la profunda inteligencia y la tímida arrogancia.


Ese día empecé por preguntarle si creía que valía la pena hacer crítica dentro de una universidad como la nuestra. Él me respondió que un universitario jamás debía dejar de lado la crítica, pero que ésta, si se hacía sin una sincera intención constructiva no conducía a nada, sólo a un nihilismo disolvente y obstinado que únicamente lograba aumentar la confusión y la desesperanza. Después le pregunté su opinión acerca de todos esos jóvenes que de afán se metían de pies y cabeza en esa espeluznante carrera partidista. Él sostuvo que los jóvenes estábamos en periodo de preparación, que aún no habíamos llegado al de la acción; los jóvenes según él, debíamos ser más espectadores que actores porque era prudente esperar y consolidar primero un criterio inteligente, denso y sobretodo independiente; para él, sólo a partir de allí podíamos entrar a analizar y a afrontar esa responsabilidad tremenda de reconstruir el país que se hallaba, según dijo, anárquico en lo moral, colonial en lo económico, demagógico en lo político e injusto en lo social.


Recuerdo que hasta ese momento había encontrado sus respuestas bastante decepcionantes, no veía en ellas nada nuevo, eran el libreto típico de un ‘presidentico’ de esos que rondan las universidades y conforman las juventudes de tantos partidos. Pero faltaba (toda una vida). Le pregunté si creía, como Gaitán, que todo era un problema de oligarquías. Él dijo que en Colombia las oligarquías habían defendido sus intereses amparándose en las teorías más convenientes para los privilegios que querían tener; mencionó que la democracia era antónima a la consolidación de las oligarquías, y que cuando éstas se habían dado cuenta de lo peligroso que era oponerse de manera abierta a la democracia, habían preferido veladamente tergiversarla y presumir de intérpretes de la misma. Dijo que las oligarquías habían seducido al pueblo con la libertad, pero reservándose el derecho a interpretarla como quisieran.


También le pregunté su opinión acerca de los partidos políticos. Él adujo que tanto el liberalismo como el conservatismo sólo habían sido simples instrumentos de una minoría para encauzar, según su conveniencia, las aspiraciones populares; aseguró que eran repetidas las circunstancias de la historia de Colombia en las que la minoría dominante había empleado ideas altruistas para amparar en ellas sus privilegios. Por otra parte, cuando indagué por qué consideraba importante la educación, él dijo que mientras subsistiera la ignorancia no habría manera de combatir con eficacia la economía absorbente y exclusivista.


Paradójicamente ese día le pregunté sobre la responsabilidad que tenía la dirigencia política en la violencia, esa que más tarde nos lo quitaría. Me hizo caer en cuenta que los que habían desatado la violencia desde el gobierno y el parlamento utilizando la prensa gobiernista y de oposición, tanto liberales como conservadores, eran los mismos que la habían aprovechado económicamente, los mismos que no habían respetado las miles de tumbas que habían sido abiertas por su culpa intelectual. Dijo que fueron esos maquiavélicos de la política los que apasionaron al pueblo por objetivos estúpidos como la hegemonía.


Así, con las notas de la entrevista en mis manos, siento que tengo el dolor atrancado en la garganta desde ese 18 de agosto. Me impresiona la pertinencia que siguen conservando sus palabras. Me invade la rabia al recordar los tantos que usan su nombre para legitimar hasta los más perversos intereses; también los tantos que insisten en desconocer sus hazañas. La tristeza es infinita cuando veo una facultad de derecho que parece sólo recordarlo para alimentar su vanidad y ni siquiera para reaccionar a su legado; ni siquiera para seguir su ejemplo de crítica permanente hacia la política que vivimos. Me agobia la desesperanza cuando veo unos javerianos que no están dispuestos a dar la vida por las ideas propias, pero sí a venderse por las ajenas.


Al final, y antes de guardar las hojas de nuevo, sólo veo la fecha y el nombre: “Bogotá, 4 de abril de 1963. Entrevista a Luis Carlos Galán Sarmiento. Estudiante de derecho. Pontificia Universidad Javeriana


Manizales, Caldas. Septiembre de 2009


(Publicado en el periódico FORO JAVERIANO. Trimestre III. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. Bogotá DC)

LA VERDAD DE LA TIERRA

Escrito con María Paz Mejía Londoño


El desplazamiento en Colombia es un secreto común, público: es algo que todos saben pero nadie nombra. Es un tema que aparece sólo cuando se abre el debate, cuando las cifras estatales son comparadas con las de alguna ONG. Es un fenómeno cuyos datos parecen sucumbir ante la poca certeza, pero cuya relevancia, aunque se quiera esconder, se conoce: es uno de las peores dificultades sociales que aquejan a nuestro país. ¿Quién no ha sido abordado en la calle, o en los buses por personas que alegan su condición y claman atención? ¿Por qué el desplazamiento no parece solucionarse?


Hay que empezar diciendo que para el ordenamiento ni siquiera todo desplazado es víctima, razón por la cual no se les incluye en un programa de reparación sino de “apoyo integral”, o de “ayuda humanitaria”. Pero ¿qué se está haciendo para solucionar el problema? ¿En qué consiste el “apoyo integral”, la “ayuda humanitaria”? ¿Por qué no se habla de darles “apoyos” y “ayudas” y no de repararlos? ¿Cuáles son los intereses políticos que subyacen a la estrategia?


El apoyo gubernamental a la población desplazada es brindado por Acción Social, entidad de la Presidencia de la República. Mediante diferentes programas como el de “Asistencia de Emergencia” se busca “recuperar la subsistencia” de estas personas otorgándoles productos para su alimentación, aseo personal, subsidios para arrendamiento e inclusión en el censo del Sisbén. Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos, con programas como éste no se está solucionando el problema. ¿Qué hará un desplazado cuando el gobierno ya no pueda subsidiarlo? Cualquiera diría: “trabajar”… sí, pero ¿en dónde? ¿Para qué están capacitados? ¿Qué tierra deben cultivar?


Por otra parte, si se sitúa a los desplazados dentro del anacrónico proceso de justicia transicional que se vive en Colombia, podría decirse que el ordenamiento ha previsto dos vías para ellos: I) la reparación judicial a través de la jurisdicción de Justicia y Paz, y II) la reparación administrativa prevista en el decreto 1290 de 2008. En lo que atañe a la primera, comienza ya a reconocerse la precariedad de las garantías con las que cuentan las víctimas dentro de los procesos de desmovilizados, y es más si se tiene en cuenta que a la fecha no existe ninguna sentencia que decrete reparación a las víctimas. Un desplazado difícilmente podrá verse reparado dentro de Justicia y Paz, y no es sólo por la parsimonia de su desarrollo y sus resultados, sino porque cuando llegue el momento de repararse se encontrará que casi todas las tierras que han logrado ser acumuladas por los paramilitares dentro de la sistematicidad de su práctica criminal, están en manos de testaferros o manos ajenas que difícilmente entrarán dentro del proceso de reparación.


A los desplazados, a diferencia de las demás víctimas del conflicto, más que repararlos con indemnizaciones económicas es necesario devolverles sus tierras, pues en últimas han sido sus propiedades lo que el conflicto les ha arrebatado. No obstante, ni siquiera dentro del sistema de reparación administrativa existe la posibilidad de la restitución, hecho que sin duda demuestra la falta de interés del Gobierno por procurar una real reparación de los desplazados. El decreto 1290 de 2008 apenas prevé una “ayuda humanitaria” para los desplazados y todo lo que corresponde a la restitución lo saca de su propio ámbito. Los cierto es que tanta resistencia a la restitución no es gratuita. Lo que demuestra es que la lucha por la tierra en el conflicto colombiano tiene un papel fundamental, en la cual se sabe que se expulsa al campesino de la tierra para emprender ahí proyectos de mayor productividad.


El Gobierno se opone con todos sus medios a la restitución de las tierras, y esto lo que demuestra es que existe una política abierta para que esta situación no se solucione. Es evidente que la restitución de tierras llevaría a encontrar una verdad que el Estado está empeñado en ocultar, pues muchos de los victimarios no han sido sólo protegidos y consentidos por el Gobierno, sino que han sido personas que hoy hacen parte del mismo. El Estado ha justificado la política de maximización de la tierra, y con ello el fenómeno del desplazamiento, con el establecimiento de una propuesta de productividad que él mismo ha determinado sin concertación alguna y con una muestra enorme de su poder hegemónico, y no siendo suficiente, ahora pretende obstaculizar todo tipo de restitución a los desplazados para conservar este proyecto. La restitución demostraría que la maximización productiva no es la única forma de aproximarse a la tierra, y además, pondría en evidencia que esta apuesta hegemónica de la productividad de la tierra se ha hecho a sangre y fuego.


Bogotá DC & Manizales. Septiembre de 2009.


(Publicado en el periódico FORO JAVERIANO. Trimestre III. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. Bogotá DC)