Cuando aquel viejo sobreviviente encuentra por fin un lugar para sentarse, las nocturnas exhalaciones del no tan lejano Pacífico agitan ya los árboles de la plaza. Belén de Umbría se prepara para su infaltable jolgorio de la noche y él está seguro que el billar El Chuy será la mejor tribuna, puesto que allí ha conseguido una de las mesas que se disponen a la vera de la calle, justo el lugar donde se disfruta de la fiesta permanente de la plaza sin perder la cadencia de los tangos.
Esa noche, acompañado sólo por una botella de aguardiente y por una de esas copas que disimulan un trago sencillo bajo la apariencia de uno doble, reconoce que desde años atrás ya ha comenzado a esperar la muerte tal y como su abuelo y su padre lo hicieron: sentado en algún lugar de la plaza, con su memoria arrogante, con sus amores envejecidos en los labios, con el desasosiego propio del campesino a quien los años jamás le permitirán volver a recoger una cosecha de café. Pero en su espera hay algo distinto, en su espera el silencio no es ese rito que antecede las palabras sabias de los viejos, es más bien una condena impotente que el miedo ha vuelto una costumbre.
Mirando allí los destellos furtivos del cielo chocoano, recuerda que a comienzos de aquel 58 algunos matones llegaron de Quinchía, un pueblo según él mucho más “llevao” y fuera de eso liberal; recuerda que mataron siete, todos conservadores; que entre los muertos había niños, a lo mejor para no tener que volver por ellos cuando ya votaran; que a cada uno lo buscaron en su casa, que los decapitaron; que los cuerpos y las cabezas las sacaron a lomo de mula de la vereda, Valdelomar, y las bajaron en volqueta hasta la plaza del pueblo; que los que habían muerto eran humildes y dedicados al café; que días después encontraron al “Mocho” Duque, lo habían enterrado vivo como una semana antes de la matanza de los siete.
Al reflexionar sobre las causas, en principio imagina que sólo era para disminuir los votos conservadores justo cuando parecía culminar la junta militar, pero en el fondo duda de la incidencia que pudieron tener otros sucesos, como que en su pueblo un sacerdote no hubiera permitido enterrar liberales, o que otro no recibiera en el templo una imagen de Santa Bárbara sólo porque iba a ser donada por ellos; también duda de la influencia que pudo tener el hecho de que los liberales mataran conservadores a machetazos, incluso en el atrio de la iglesia, o de que el concejo administrativo de su pueblo, un año antes, hubiera apoyado de manera unánime la reelección del presidente Rojas. Igual lo pone a pensar lo que afirma un viejo liberal del pueblo que dice que todo fue consecuencia de un siniestro convenio nacional que pretendía diezmar al pueblo colombiano para salvarlo del comunismo.
Recordar palabras como “proceso de paz” o “reparación”, hace que en su rostro se dibuje una sonrisa extraña. Ríe con dolor porque parece que a sus muertos ya no hay como repararlos, sólo debe permitírseles descansar. De esa idea que propone dejar a las víctimas en la situación que estaban hasta antes del crimen, piensa que es estúpida porque se devuelven las víctimas a la realidad que precisamente desencadena la violencia, y cree que es insuficiente porque, como en el caso de Valdelomar, lo necesario sería regresarle la vida misma a quienes, como él, vivieron la suya cargando con sus muertos.
Ahora que espera la muerte allí sentado, esos fantasmas le susurran al oído sabiendo que él quizás quiere escucharlos antes de unírseles; si los oyera le contarían que aún siendo la región la que ha puesto la sangre, el establecimiento los ha ignorado, contando con el Derecho como el mejor ejercicio para olvidar, pues hay más verdad en las letras de Bernardo Arias Trujillo y de Albalucía Ángel que en cualquier sentencia judicial.
Ahora que espera la muerte le ruega a
Bogotá DC. Agosto de 2009.
(Publicado en el periódico
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