lunes, 27 de diciembre de 2010

INGREDIENTES Y MEMORIAS

Era navidad otra vez. Don Alberto había pasado toda la tarde bregando con el maíz amarillo como ya pocos lo hacen: lo cocinó un poco, lo pasó tres veces por la máquina de moler, cada vez apretando más, y lo coló con paciencia hasta que el agua y los pequeños trozos escurrieron bien. Mientras molía estuvo recordando que ese proceso lo había aprendido en las lejanas navidades de Quinchía; en ese entonces, mientras observaba como se hacía, se sentaba a oír las instrucciones de su padre, pero generalmente estas conversaciones terminaban en aterradoras historias de chusmeros y degollados que en voz baja él le relataba.


Sabía que pronto llegaría su familia. Dos hijas venían de lejos y un hijo llevaría a su esposa y a su pequeño, su primer nieto. Juntos iban a rezar la última novena y después repartirían algunos regalos. Tomó la coca llena del zumo de maíz y la dejó reposando al menos por un rato. Corrió a sacar la antiquísima paila de cobre que alguna vez usó su madre en estas ocasiones y la puso encima del fogón apagado. Paró la vela prendida dentro de éste, puso palos pequeños y empezó a soplar. Soplaba estrechando los labios como lo hacía su tío Javier, ese que en Santa Rosa de Cabal los había recibido, a él y a su mamá, después de que se padre fue asesinado en Quinchía por dárselas de muy conservador y de muy valiente. Mientras más aire le daba al fuego más recordaba la finca que su tío tenía a las afueras; allí pasó navidades en las que la celebración se mezclaba con aprendizajes del campo, como a soplar fogatas, y en las que el baile y la música amenizaban encuentros furtivos con su prima Renata, quien para esos días siempre llegaba de Pereira; ella sería su esposa, su primera y su única mujer.


Cuando el fogón estuvo encendido, don Alberto puso la paila encima y en ella echó el producto de la molienda mezclado con algo de leche. Añadió poco a poco panela y margarina, y más adelante puso la cucharadita de sal, los clavos y la canela, los tres toques mágicos que su madre le había confesado en su última navidad, tal vez ya presintiendo la muerte. Cuando echó el coco rayado le fue imposible no pensar en la primera vez que Renata lo incluyó en la receta, ella entonces dijo que se lo había recomendado una amiga de La Virginia que lo había aprendido de los negros. Él ese día se puso furioso porque le parecieron desagradables las tiritas blancas entre los dientes y porque no entendía cómo una receta de negros podía ser digna de imitar; que tonto alboroto, ella siguió usando coco rayado cada navidad y él ahora lo añadía por física costumbre. Finalmente puso una bolsita y media de pasas, pues a pesar de que no le gustaban, recordó la felicidad de sus hijos cuando las comieron por primera vez en otra navidad en la que su esposa quiso volver a innovar.


Aunque todos los ingredientes los había añadido mientras revolvía, siguió dándole vueltas hasta que comenzara a espesar. Desde niño le gustaba revolver en el sentido del reloj para después devolverse e imaginar un reloj andando para atrás. Comenzó a hacerlo con más fuerza y raspaba para evitar que se pegara. Toda la hora que se demoró en ver el fondo de la paila pensó en Renata, hasta llegó a intuir que a ella le espesaba en menos tiempo. La recordó con la sonrisa maliciosa que le salía cuando él la sorprendía comiéndose aún caliente, como una niña, su propia receta. Sintió su ausencia, la misma de siempre pero engrandecida por esta época. Lloró su muerte aún después de tanto tiempo.


Ya era de noche y estaba lista para servirse. Sacó siete platos, sirvió siete porciones y los dejó encima del comedor para que cuando todos llegaran estuvieran algo fríos. Fue a su cuarto, se bañó, se cambió de ropa. Mientras esperaba tomó el retrato de su esposa y prometió estar alegre. Así fue. Aunque sus hijos y su nieto fueron recibidos por un viejo festivo y tierno, ellos aún no sospechan con qué ingredientes se vive la vida y con qué memorias se hace la natilla.


Bogotá D.C., diciembre de 2010


(Publicado en el periódico LA PATRIA de Manizales, Caldas. 24 de diciembre de 2010)

miércoles, 15 de diciembre de 2010

EMBRIAGUEZ (SEGUNDA ESCENA)

En la tumba de Primero Vernaza se lee: “bailó, cantó y bebió, pero murió en la terca lucha”. En la tumba de Segundo Vernaza seguramente se leerá: “bailó, cantó y bebió, pero murió en la bondad y el servicio”. En la de Tercero algo así dirá: “bailó y cantó más de lo que bebió, pero murió de amor”.


Entre las ventanas vieron sus ojos, no muy claros, no muy oscuros. Caminaron lento hacia ellas y Primero comenzó por pedir perdón; grave error. Ellas ya tenían los corazones de ellos en sus manos y habían dejado de llorar. Perdón, ¡qué tarde llegaste! Maldición, ¿cuándo los dejarás? La fidelidad al amor de Segundo y Tercero será la condena de Primero.


Pero si Primero no defraudó al amor. No, defraudó a una mujer, que es lo mismo.


Bogotá D.C., diciembre de 2010

EMBRIAGUEZ (PRIMERA ESCENA)

En la tumba de Primero Vernaza se lee: “bailó, cantó y bebió, pero murió en la terca lucha”. En la tumba de Segundo Vernaza seguramente se leerá: “bailó, cantó y bebió, pero murió en la bondad y el servicio”. En la de Tercero algo así dirá: “bailó y cantó más de lo que bebió, pero murió de amor”.


Entre las ventanas vieron… ¡No!


En esta ocasión iba algo de Laureano, algo de Omar Yepes y algo de Galán (sí, Galán). En esta ocasión iba algo de política, pero más sensato es embriagarse hablando de amor.

Sí doctor Morales, hablar de amor o de política da igual. Usted lo dijo: al final, como sea, a alguien uno se termina tirando.

Bogotá D.C., diciembre de 2010

martes, 14 de diciembre de 2010

SUPERHÉROES Y VILLANOS

Hay superhéroes que por una disimilitud biológica o genética sobresalen entre quienes no la poseen. Hay otros, que siendo del común, sin mutaciones, fundan su poder en artilugios de creación humana. Entre estos últimos, si bien podría hablarse de Batman (cuyos artilugios no son más que el dinero y su cultivada musculatura), hay otros menos reconocidos que deben resaltarse, unos más abundantes en estas ciudades del mal, unos menos enmascarados que con sus conjuros ven detrás de las paredes, muestran blanco lo negro y hasta se hacen invisibles. Son los abogados y su artilugio: el derecho.


El derecho es una ficción humana y los abogados, seres ordinarios, fundan su poder a partir de él. Siendo un edificio de conceptos ininteligibles, de abstracciones ajenas a los individuos, de imaginaciones extrañas al común, de trámites que desquician, los abogados surgen poderosos, casi como elegidos, como ungidos, pues son sólo ellos quienes tienen la facultad de descifrar ese código que cree explicarlo todo, de traducir esas palabras que nadie entiende y de develar los pasadizos de los laberintos procesales. Ese es hoy el superpoder del abogado: la habilidad de hablar el derecho.


Pero que no se olvide que un poder no es garantía para el bien. Así como los superhéroes son poderosos también lo son los villanos, la misma cualidad puede llevarnos a ser el más temible de éstos o el mejor de aquéllos, puesto que es más la responsabilidad, la ética, la elección, las que nos ponen en un lugar o en otro. Es ese precisamente el abismo entre Harry Potter y el desamorado Lord Voldemort.


¿A qué lugar se han ido los abogados con su poder? ¿Dónde están los superhéroes del mundo, de Colombia y de Caldas? Muchos están haciendo de villanos: tal vez detrás de un prestante empresario, barriendo y escondiendo los escombros de ética que dejan sus pasos; tal vez aferrado a un cargo público que para beneficio propio lo conserva al mayor precio de su consciencia; tal vez con sus procesos ejecutivos debajo del brazo para poder comer sin importar cuántos más deban dejar hacerlo; tal vez sosteniendo con demandas sus vanidades o con tutelas su arrogancia; tal vez en las facultades de derecho repitiendo fórmulas, dictando definiciones y adiestrando en la técnica en vez de educar en la academia.


Por el contrario. Para ser un superhéroe se exige no renunciar a la justicia por quedarse embelezado con el derecho; exige optar por el necesitado, por el despojado, por aquel que debe soportar las asimetrías de esta sociedad. Requiere convertirse en un guardián de los derechos y de la ética; estar en disposición de atender a aquellos que vean vulneradas sus libertades y su autonomía, y apostarle a la veeduría constante de la contratación pública y de las funciones del Estado.


Hay que afinar todos los días el superpoder para que no tienda a ser el de un supervillano, es decir que con recurrencia se debe revisar el derecho y su forma de hablarlo. Hay que aceptar que ser un superhéroe obliga a otro estilo de vida, entender que para vivir del derecho existen formas distintas a las que tanto se publicitan, quizás más incómodas, pero más gratas e íntegras. Con el superpoder hay que convertirse en “caballeros de la noche” (y del día), que salven rubias en vez de criar los guasones.


Pero estos superhéroes, que usan trajes especiales con sastres, tacones, corbatas o anteojos, deben tener un objetivo que los haga diferentes de los otros: lograr renunciar a su poder con todo lo que ello implica (falta de prestigio y vulnerabilidad) para entregárselo a los habitantes de esta gran Ciudad Gótica, de tal forma que ese día sean ellos quienes, pudiendo hablar el derecho, salgan a cazar villanos y a luchar por la justicia. Pero vale recordar que esto no se conseguirá cuando los superhéroes adiestren a los humanos, se conseguirá cuando los humanos adiestren a los abogados… Sobre todo cuando les recuerden que el derecho no les pertenece y que es posible entonces construir uno nuevo, con otros ingredientes y que pueda hablarlo cualquiera.


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Entre bambalinas: extraordinaria la labor académica del grupo de investigación Demos, liderado por el profesor Carlos Arturo Gallego. Desde las aulas de Derecho de la Universidad de Caldas se resisten a las recetas jurídicas tradicionales y más bien creen en que sí se puede soñar un derecho justo y una democracia real.


Bogotá D.C., noviembre de 2010


(Publicado en el periódico LA PATRIA de Manizales – Caldas. 30 de noviembre de 2010)