domingo, 10 de agosto de 2008

UN HOMBRE DE HIELO SIN TEMOR AL FRÍO

Conocí de un hombre cuyo corazón era de hielo. No lo dicen porque fuera de carácter frío y menos porque no sucumbiera ante los sentimientos que sabemos cálidos, más bien me cuentan que a pesar de los témpanos de hielo que moraban en el centro de su pecho, era un hombre de mágica sonrisa y de plenitud envidiable. Algunos sí me hablaron de sus memorables abrazos, que siendo los más fantásticos del pueblo, lograban que tiernas sonrisas adornaran los rostros de quienes desfallecían en la lucha cotidiana y se atrevían a verse atrapados en sus brazos.

Narran que la calidez de sus abrazos curaban de forma recurrente las múltiples desdichas del lechero, quien sin hacer caso a las advertencias, tenía que soportar el repentino rechazo de las mismas amas de casa que alguna vez dijeron quererlo ¡Obvio, eran casadas!
Cuentan también que uno de sus abrazos logró que los enfermos de la peste bailaran, pero no creas que fue porque sus brazos rodearon a todos de una sola vez, sólo abrazó a uno de ellos, preciso al que le dio por bailar con quien lo había contagiado ¡Preciso el que no sabía cuál de todos los enfermos había sido!
También llegaron a mis oídos la vez que abrazó una prostituta que después se enamoró y tuvo 10 hijos, y la vez que abrazó a uno de sus hermanos, quien, reconociendo su incapacidad para amar como “Dios manda” a una mujer, fue y se convirtió en un soldado de Cristo. ¡Ah! Y la vez que abrazó un indigente, quien poco después, dicen algunos no estar seguros, volvió a creer en el amor.

Debo reconocer que al principio no comprendía la paradoja que encerraban el enigmático frío de su corazón y el mágico calor de sus brazos. Intenté en primer lugar, y fui pretencioso lo acepto, investigar por mis propios medios, que para entonces no era nada diferente a mi lógica y mis sentidos, la razón que permitió que este hombre anduviera como cualquier mortal por este mundo, al tiempo que prodigaba dicha a tantos como un ángel benefactor. Sabía en el fondo que jamás podría conocerlo. A pesar del fantástico e increíble desenlace narrado por los lugareños, creo que mi alma se dejó cautivar por la historia, en parte, más que por su belleza por la sublime mirada de todos quienes de él hablaban. No entendía de donde venía tanta veneración, no entendía la paradoja de su existencia en caso de que fuera real todo lo fantástico que me habían relatado.

Era obvio que mi fracaso sería rotundo. Encerrarme en divagaciones biológicas, sociológicas y hasta políticas no fue tan buena opción como continuar oyendo lo que de la lengua popular provenía. Preferí revelarle a quien pasara por mi lado la imposibilidad médica de la historia, en vez de preguntarle la explicación que tenía para dicho fenómeno natural; preferí indagar por la causa social que había permitido que toda una comunidad se reuniera en torno a un mito como aquel, en vez de preguntar si alguna vez lo habían visto; preferí descubrir cuál era la conspiración política que se escondía detrás de esa historia, que consideraba inducida en su conciencia colectiva, en vez de preguntarles dónde lo podía encontrar.

Si después de mucho tiempo renuncias a tus cavilaciones médicas, pregúntales qué explicación tienen, y oirás como dicen que su corazón era tan grande y fuerte que se mantenía congelado para mantener concentrado en sí mismo, el frío que cuando se encuentra la pasión recorre los cuerpos de los hombres ordinarios. Ese frío del que los más machos se abrigan debajo de palabras presuntuosas, sólo para no desfallecer en ese invierno. Te dirán en la calle que el suyo no se sacrificaba para evitar el amor, pues le temía a éste menos de lo que tú y yo le tememos, lo hacía simplemente para evitar que el frío producido por la pasión, hiciera que sus brazos perdieran la tibieza que servían de soporte anímico para tantos. Sabía que ayudando a tanta gente poco tiempo quedaba para el amor, su vida era servir antes que amar. Su corazón se congelaba, para que sus brazos pudieran seguir abrigando el de los demás.

Si renuncias a tus tesis sociológicas, pregunta si alguna vez lo han visto. Muchos te responderán que no sólo lo observaron mientras sus zancadas amplias recorrían la plaza del pueblo, sino que también fueron arropados por sus brazos calurosos más de una vez. Incluso uno que otro fantoche pretenderá despertar en ti la envidia, porque, según él, tú nunca podrás verte envuelta por tanto calor, como el que él sintió aquella vez que se topó con uno de sus abrazos en la calle. ¡Pero ay Helena! Si algo les preguntas a los abuelos mujeriegos del pueblo, te dirán que su corazón, por no derrumbar la fuente de bienestar de quienes venían mendigando su consuelo, olvidó que esta fría señal que recorre el cuerpo, como bien sabemos los hombres, está dispuesta para que entremos con precaución al gélido mundo del amor. Te asegurarán que ese hombre no precavió que su corazón, como el de todos los hijos de Adán, no aguantaría por mucho ese trajín de servicio a espaldas del enamoramiento.

Por eso al final, si renuncias a tus aseveraciones políticas, pregunta si saben dónde lo puedes encontrar, enseguida te llevarán a una casa en lo alto, su hogar según ellos, allí lo verás por primera vez, de pie, inmóvil, mirando ese horizonte ilusorio de todos los enamorados, con su mano derecha congelada sobre su pecho congelado. Sin duda preguntarás qué fue lo que le sucedió y enseguida te responderé que yo conocí de un hombre con un corazón de hielo, un hombre que se congeló para siempre sin haber nunca imaginado que un beso haría que su corazón estallara, y que sus miles de escarchas heladas se regarían por todo su cuerpo, incluso por esos brazos que tanto se habían protegido del frío.

Conocí de un hombre que se enamoró y se congeló. Se congeló sonriendo y el pueblo aún lo
llora, lo idolatra y espera su regreso.
BOGOTÁ DC. FEBRERO/AGOSTO. 2008