domingo, 12 de junio de 2011

BAILE Y FUNERAL

¿Hay alguien que lo esté esperando? preguntó el taxista.

Tranquilo que yo sé cómo es la vuelta acárespondí intentando tener mi mochila y mi maleta bien agarradas antes de bajarme.


Abrí la puerta después de pagar y el infierno de mediodía se metió en el carro haciéndome creer que no quedaba nada por respirar. Entre el aire acondicionado del avión y del taxi, había olvidado que en esa tierra continúa imperando la maldición del negro Luis Andrea, quien prometió imponerla cuando fuera asesinado por la Inquisición: un calor que seca el cuerpo de adentro hacia fuera.


De pie en la puerta de la parroquia estaba el Padre David. Me esperaba. En segundos hice la cuenta: llevaba más de dos años sin ir a Cartagena, y eso que había prometido visitarla con recurrencia. Cuando me acerqué, el jesuita me ayudó con la maleta, allí noté que seguía siendo el mismo cura animoso, bonachón, lleno de vida.


Me guió hasta el cuarto en el que me quedaría por esos cuatro días, pero antes indagó sobre mi larga ausencia… ¿Qué le podía decir yo? ¿Que parecía haber dejado de ser aquel dispuesto a la nostalgia y a la fantasía? ¿Que ahora era un burócrata a quien el tiempo ya no le daba para visitar los lugares que reviven? Enseguida preguntó por mi paso por Barranquilla el día anterior… ¿Qué le podía decir yo? ¿Que en ese matrimonio mi jefe había seguido otro legado de su padre: casarse con la mujer más desconcertante que encontrara? ¿Que en la fiesta de recepción el Ministro invitado había ido vestido como los meseros?


Mientras abría el cuarto para darme paso, el Padre indicó que debía acomodarme y que estaría esperándome en el comedor. Puso la maleta encima de la cama, que ya estaba allí dispuesta para mí, y cerró a mis espaldas. Dejé la mochila en una mesita y dentro de ella quedó el celular que no quería necesitar, y los libros de Espinosa y de Teresa Caldeira que había llevado a propósito. Antes de salir arrojé el sombrero hacia un rincón, en un intento fallido por deshacerme del patetismo que delata al turista extranjero.


Cuando salí del cuarto encontré al Padre David esperándome, como lo había anticipado.


Hermano dijo. Tómese esto que nos vamos—.


Quedé atónito. Es cierto que me había ofrecido a ayudarle por el fin de semana, como en los viejos tiempos, pero no imaginé que me pusiera en esas tan rápido.


­Nos están esperando insistió.


Tomé tan rápido como pude esa gaseosa dulce y salimos. En la misma puerta por donde hacía pocos minutos yo había entrado, estaba una señora que el Padre saludó con su nombre.


¿Entonces señora Enilce? exclamó él en voz alta. Ella era negra, de estatura mediana y con una cadera tan ancha que sus pantalones pronto explotarían reteniendo sus nalgas inmensas. No era muy distinta de las demás señoras del lugar.


Al lado de Enilce esperaban dos jóvenes negros, ambos con cara de niño, ambos trepados en su moto. Hay tantas motos por allí; es casi el único medio de transporte que sube hasta la parte alta del barrio. A la vez es lo que encarcela a los jóvenes haciéndoles creer que les da esperanza. Montar sin casco y sin chaleco es la ley, como si el gobierno hubiera renunciado a llevar hasta allí su “educación vial”. Montar sin restricciones y sin dependencias es el argumento, como si la autonomía sólo hubiera dejado esas migajas.


Esperemos a que llegue otra para la señora Enilce dijo David.


Mientras los demás gritaban para conseguir otra moto, aproveché para preguntarle al Padre cómo había estado todo por ahí; era tal vez el miedo que me pedía explicaciones. Respondió que no mucho había cambiado, pero que sí se sentía un silencio cada vez más grande.


Finalmente llegó la moto que faltaba. Nos montamos, cada uno en una. Yo me subí a la que conducía el más cara-de-niño, quien hundía el pedal de cambios con uno de sus pies descalzos. Me agarré duro de la parrilla de atrás y arrancamos a una velocidad mucho más prudente que las que allí se ven; era algo de conmiseración con el extranjero, supongo.


Llegamos a la parte alta del barrio, que no era más que una de las laderas de aquel cerro solitario sobre el que alguna vez los viejos inquisidores vieron revolotear las brujas. Tonta Iglesia medievalezca que creyó que arrojando a El Diablo por el despeñadero habría de exterminar el mal. Tonta Iglesia que no ve que ahora su Diablo, encarnado en aquel negro cabro, sólo dejó de habitar la cumbre para irse a las laderas.


Ya estaba yo con los pies en tierra, mientras veía bajar a David de la moto. Caí en cuenta que traía consigo el maletín en el que suele llevar su alba, su estola, un cáliz de madera, un tarro con agua bendita y un misal raído por manos de cura. Era como un médico con su botiquín, un abogado con su portafolio. Tonta Iglesia que se niega a reconocer que hasta algunos de sus pastores han dejado de ver el mal en el cabro para empezar a verlo en el inquisidor.


Por ese maletín entendí que ya era yo parte de una liturgia. Después de que la señora Enilce pagó a los tres de las motos, nos adentramos por uno de los caminos polvorientos que surcan las casitas de colores, de tapia, de cartón, de zinc; sin ventanas y sin puertas, pero muchas con picó y televisor. Nos acercamos a una con color de cielo cartagenero. Había mucha gente en la puerta… Es decir, mucha gente, pero sólo mujeres y niños.


Empecé a sospechar de qué se trataba, pero quise no saberlo del todo. Las mujeres lloraban y los niños con los ojos muy abiertos esculcaban el evento e interrogaban, de paso, mi presencia. Entramos en la pequeña casa, allí donde comedor, sala y cocina se confunden. Había un ataúd adornado con flores secas (que también se habían secado de adentro hacia fuera) y un crucifijo a la cabecera. Adentro de esa casa era menos el calor, y no digo que fuera el frío de la muerte, porque creo que en ese infierno no es ésta lo que llega a serlo.


El Padre se acomodó a un costado y a su lado me puse yo. Sacó su indumentaria, la vistió y abrió el misal entre sus manos. Del otro lado del ataúd estaban de pie cuatro mujeres: una anciana o otras tres que no tanto. Eran también negras que amarraban en la parte alta de la cabeza su pelo encrespado. El luto lo vestían en blusas escotadas, con pantalones claros, o de jean, arriba de las rodillas. Abrazado a una de ellas se encontraba un joven que vestía de pantalón negro y una camisa blanca de manga larga. Él y la mujer que abrazaba no lloraban, guardaban silencio con mirada seca de dolor.


¿Cuál era el nombre del muchacho? preguntó David.

Yeifer, Padre respondió la anciana.

¿Cuánto años tenía?

Quince respondió otra negra más joven que estaba a mi lado. Era la que más lloraba.


El resto de los presentes, que parecían no ser parte de la familia sino vecinos que llegaban a acompañar o a curiosear, miraban desde el umbral de la entrada y desde las ventanas desvidriadas. El Padre comenzó por la bendición. Mientras él leía y hablaba, confieso que yo sólo pensaba en un ímpetu: evitar ver el rostro del muerto a través de esa ventanita que traen los ataúdes y que en este caso habían dejado abierta. Miré todo el tiempo aquel punto, pero justo desde un ángulo que no me dejaba ver el cadáver. Digamos que gozaba estando al filo del morbo y del terror. Alcanzaba a ver tan sólo la telita plegada que adorna el interior del cajón, esa que está allí más para la tranquilidad de los vivos que para la comodidad del muerto. Me sumergí en su color blanco pensando que siempre es más fácil adorar al muerto ya muerto, que pensar en la forma en que la muerte lo encontró.


Volver sobre esa “forma”, que no es más que un producto de la creatividad infinita de la muerte para abrirse paso, es aterrarnos con las incontables “formas” que deben estar aguardando por nosotros. Aquí, “el muerto al hoyo y el vivo al baile”. Aquí el duelo, quienes logran hacerlo, se hace sobre el “después” de la muerte y no sobre el “antes”; pues ese “antes” es donde habría de reconocerse que, por fuera de la heroica ciudad, la existencia no se explica por la certeza de la muerte, sino por su presencia constante y agazapada, y por el mismo deseo de evadirla. Eso sí, como lo recordé, aquí después siempre hay baile… Pero yo apenas salía de él; parece que hay gente que lo goza antes, la noche anterior.


Volví en mí cuando olí el polvo del misal. David lo había acercado hasta mis narices y pedía que leyera las peticiones y el salmo. Me señaló con su dedo regordete el punto que debía leer, pero por el nivel de mi distracción tuve que esforzarme al enfocar el comienzo. En secreto dijo que donde viera una línea yo debía decir “Yeifer”, que era el nombre del que velábamos. Así leí, aunque antes de cada “Yeifer” tragué saliva.


Terminamos después de que el Padre concluyó invitando al perdón y a la no-venganza. Antes había sacudido su tarro de agua sobre el ataúd y sobre todos los presentes, buscando que algunas gotas cayeran donde habrían de hacerlo por gracia divina. Le sostuve el misal mientras se quitaba el alba y la estola. Algunas de las presentes se acercaron a abrazarlo y yo me quedé quieto esperando, mirando el joven de camisa que estaba al frente; el dolor seguía en su mirada seca, pero no lloraba.


David fue hacia la salida repartiendo bendiciones y yo fui detrás de él. No había dejado de observar y por eso noté cómo la mujer que abrazaba al joven le pedía a éste que nos acompañara. Lo vi salir detrás de nosotros. Deshicimos los pasos por el camino polvoriento, mientras atrás algunos gritos de mujeres adoloridas reaparecían. Íban la señora Enilce y David adelante, mientras aquel joven y yo caminábamos detrás; buscábamos otras motos que nos bajaran hasta la parroquia al Padre y a mí. El muchacho no hablaba y su presencia me intimidaba; me intimidaba que no llorara cuando para mí era obvio que lo hiciese. Decidí entonces entrometerme en la conversación que entablaba Enilce con David, y pregunté cómo era que había ocurrido aquella muerte.


Fue por querer bajar unos mamones de un árbol ajeno se adelantó el Padre.

Pues eso dicen unos le respondió Enilce. ­La verdad es que lo mató un pandillero y los pandilleros matan por más que eso. Algo tenía que traer Yeifer. Generalmente esto pasa porque los miembros de una pandilla invaden el territorio de otra. Esa puede ser la explicación. Algo tenía que traer Yeifer—.

Como sea. Es un horror sentenció el cura.

Y eso Padre que por allá en Torices las cosas están peor seguía la morena. En estos días tuve que ayudar con el entierro de otro pelao de allá que tampoco tenía familia que le hiciera las exequias—.

¿Cómo así que otro que no tenía familia? me metí otra vez. ¿Es que Yeifer no la tenía?

No respondió. Por eso fui yo la que busqué al Padre hoy. Yeifer nunca tuvo papá ni hermanos, y su mamá murió hace un año por una infección—.

Dios guarde sus almas y ojalá se reencuentren en su seno concluyó David.


Muy fácil encontramos las motos para el regreso; pululan por todas partes. El padre giró hacia Enilce y la bendijo antes de despedirse con un beso en la mejilla. Sólo dijo que esperaba que la venganza no apareciera para no tener que volver a subir. Enseguida dio media vuelta y se trepó detrás del tipo que conducía la moto más cercana a él. Yo quedé aún en tierra sin saber muy bien cómo despedirme. Sin mirar hacia atrás, que era donde sabía que estaba el joven de la camisa blanca, caminé hacia Enilce quien me abrazó sonriente. Una vez estuve encima de la moto y después de agarrarme fuerte, miré aquel joven, sostenía la misma sequedad de dolor que tuvo desde el principio. Hasta que las motos arrancaron no me perdió de vista; fui yo quien tuvo que quitar la mirada para observar hacia adelante. Un soplo de frío muy fugaz apagó el infierno por un instante, después… El cuerpo secándose de adentro hacia fuera.


Inquisición, enferma de magia negra, que creyó ser la única que venía para quedarse. Inquisición, enferma de magia negra, que prefirió reducirse a ser disfraz del Imperio. Imperio arrogante que para tomarse los dominios de Luis Andrea, insiste en matar un cabro que él mismo adora y alimenta. Inquisición, enferma de magia negra, que negó que aquí “mientras el campanario dobla… No hay quien abra la capilla”. Imperio arrogante, “cadavérica jaula, sola y rota, donde mi enfermo corazón se aquieta en un tedio estatual de terracota”. Tonta Iglesia, Inquisición enferma, Imperio arrogante, que saben que aquí las almas no van en paz con misal y agua bendita.


… De nuevo un pie descalzo pisaba el pedal.


Bogotá D.C., junio de 2011.