martes, 1 de abril de 2008

HUIDA O VIDA (SEGUNDA ESCENA)

“Yo quiero estudiar Derecho porque quiero cambiar la realidad injusta de mi país”.
Helena

Concluyó con esta sentencia que, como ya lo había aceptado, fue un choque eléctrico directo a mi corazón. En ese instante, una vez lo dijo, observando sus ojos marrones, la palabra Amor monopolizó mis sentimientos, pero más que aquel que le había prodigado a ella durante tanto tiempo en silencio, fue el recuerdo de unas letras de Amor que alguna vez había leído y que sentenciaban que “los amantes vulgares, incapaces de amar de verdad, suelen revestirse de una frialdad calculista. No brota de su boca sino aquello que conviene a sus propósitos. Los amantes superiores, en cambio, dan rienda suelta a su sinceridad y de sus labios surgen cosas del más humillante ridículo”.

He cursado mi carrera despotricando de lo que creía era el objeto sobre el cual recaía toda mi inconformidad, he hablado de un Derecho que antes que promover el cambio social lo sustenta. Todas las mañanas la luz del día trae consigo la pesadilla de pensar, como diría mi paisano Alzate Avendaño, que voy a morir leguyelo con el alma prendida de un inciso. Nunca me ha dejado de impresionar la idea de un futuro donde tan sólo el Derecho me habrá brindado nada más que riqueza. Sin embargo, en ese momento, bajo el escrutinio de lo que yo creí erróneamente una mirada inocente tuve que volver atrás, y sus palabras hicieron que me estrellase de frente con el sueño olvidado y los deseos empolvados de un joven manizaleño de 18 años que había llegado a Bogotá, nada más y nada menos que a cambiar el mundo. Un sueño que indicaba que mi principio primigenio se había borrado de mi memoria, que se me había pasado todos los días preguntarme por mi vida, que se me había olvidado evaluar mis pasos en cada una de mis experiencias y acciones. Unos deseos que me recordaban que más que al Derecho, a la vida, la que muy en el fondo consideramos como la nuestra verdadera, hay que amarla como sólo aman los amantes superiores y no como los vulgares aman calculando sus propósitos y beneficios.

Comprendí que si Helena está a punto de tomar quizás la decisión más importante de su vida, fundada en una idea de Derecho distinta a la mía, no significa que ella esté en un error fruto de su ingenuidad o de su inocencia jurídica, sino que yo he dejado de reconocer que existe un Derecho mucho más trascendente que las leyes y las palabras de mis maestros. Más allá sí existe otro Derecho, pero al que sólo se puede acceder cuestionando la vida que llevamos, pagando con sinceridad y humillación.

Ese día, frente a quien para mí es la mayor expresión de amor, Helena, cedí ante sus ojos marrones, para aceptar que mi error es evidente. Con su mano derecha tomó mi mano izquierda con inmensa suavidad, al tiempo que acariciaba mi rostro de la forma como las mujeres suelen sustituir las palabras derrochadas por los hombres en los instantes de cariño. A medida que sus dedos increpaban mi piel fui vislumbrando sus palabras sin voz. Sus caricias decían que mi primer grito de inconformidad debía ser contra la vida, para que la crítica contra el Derecho no fuera ciega; afirmaban que me enamoraría del Derecho el día que fuera capaz de morir por él, y no cuando éste muriera por mí; decían que me olvidara de ella, y saliera a enamorarme de la vida que deseaba; confesaban que ella no me amaba. Recordé que mi inconformidad antes que con el Derecho, es con la vida misma. Ahora empiezo de nuevo: ¿Es esta la vida que deseo? ¿Es éste el Derecho por el que estoy dispuesto a morir? ¿Es el que amo?
BOGOTÁ DC. MARZO. 2008
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. I Trimestre 2008. Bogotá DC)