martes, 27 de noviembre de 2007

DESTINO

Anoche transité a lo largo de mi apartamento hasta altas horas. Mi trasegar se concretó en una búsqueda incesante de algo desconocido. Seguro debido a la ceguera producida por mi desorientación casi sonámbula, el objeto de mi vigilia y de mi insistente pesquisa había abandonado mi memoria, hecho que finalmente produjo que optara por dejar la absurdidad de esa tarea y canjearla por el placer de posar el rostro sobre mi almohada

Hoy me fue difícil despertarme. La oscuridad de la madrugada fue densa y las mantas que me protegen de la sevicia del frío fueron más pesadas que días anteriores. Además de que el ambiente de mi habitación pareció ser un fiel ejemplo de la cruel intemperie de los amaneceres de esta ciudad, este día se me presentó tan sólo como un cúmulo de tareas tediosas producto de una rutina laboral adquirida, por decisión propia, hace algunos meses. No hubo incentivo suficientemente convincente que me obligara a abandonar mi lecho hasta treinta minutos después de la hora habitual. Mientras descubría mi humanidad y la ofrecía a la baja temperatura de la alborada, divisaba veinticuatro horas futuras de desesperanza perpetuadas en el día.

Una vez cumplidas las tareas de asepsia que todo ser humano le debe a su cuerpo, y una vez vestí la indumentaria de quien decidí ser hoy, me instalé en la acera que delimita la vía cuyo curso dirige los vehículos hacia el centro de la ciudad. En ese punto, erguido esperé el bus verde que diariamente me transporta, de manera imprudente pero devota, a dicho sector donde habré de cumplir con mis deberes. Al arribar al paradero todos los días, siento como esa acera ha aguardado mi presencia con el fin de ofrecerme acceso a ese mundo lleno de historias terroríficas y enigmáticas para quienes consideran la periferia menos impopular y más agradable.

Esta mañana, al armatoste motorizado lo percibí menos estropeado y más sereno en su rodar, después de realizar la seña debida para denotar la necesidad de su pausa, lo abordé en razón de la certeza que me advertía la tardanza de su posterior homólogo.
Una vez en su interior, haciéndome con uno de los barandales próximos a las entendederas de los pasajeros que en ocasiones van de pie, logré engancharme para asegurar mi integridad, y quizás mi vida, mientras husmeaba los bolsillos en busca de monedas que pudieran costear mi viaje a las entrañas de la urbe.

Una vez hube insertado las correspondientes ruedas metálicas a través de esa habitual ranura, la cual es la única comunicación entre el incomprensible mundo del conductor y la penosa realidad de los pasajeros, di media vuelta hasta encontrarme con una multiplicidad de rostros que esta vez encuadraban una visión que sin parecerme fuera de lo común, nunca imaginé que podría llegar a encontrarme frente a ella.
Siempre que abordo un bus, acostumbro observar detenidamente cada uno de los semblantes de los pasajeros, para nada más que buscar un alma caritativa que a través de sus ojos me comunique no tener ningún problema en cederme una porción de su espacio vital. Pero esta vez mi transporte matinal rozó con lo trágico a pesar de lo cómico del panorama, puesto que en un bus se hace más difícil localizar posada segura para el trasero cuando todos los pasajeros van dormidos.

En últimas sin pensar más allá y evitando mayor preocupación, decidí hacerme con un sitio, al lado de una señora apurada ya por el tiempo, gordinflona, de pelo gris, que roncaba sutil pero incesantemente. No logré abstenerme de indagar por las causas de todo lo que hasta ese momento presenciaba. Es bien sabido que existen personas que no logran escabullirse del sueño mientras recorren los largos viajes que exigen las distancias de la ciudad, pero me pareció increíble que la totalidad de las personas que precisamente iban en ese bus hubieran sucumbido a un sosiego al parecer bastante profundo.

No habían transcurrido más de cinco minutos de haberme subido al automotor y no tengo claro cuánto llevaba meditando sobre las condiciones de mi situación, cuando de repente noté que mis párpados se hacían pesados mientras las imágenes que pasaban tras los ventanales comenzaban a transitar con cierta lentitud. Por un momento me impresionó la idea de estar pronto a convertirme en víctima de una fuerza extraña que sin duda era la misma que había posibilitado el estado letárgico de mis compañeros de viaje.

Ahora no me he es posible determinar el tiempo durante el cual lidié una lucha en la que me opuse, más que a la fuerza somnífera, a mi propio sistema que me demandaba sellar mis párpados y entregarme al sueño inminente. En algún momento me pareció percibir una música de suavidad perturbadora, que en vez de amenizar la ruta, denotó una complicidad evidente que facilitaba poco a poco mi acercamiento con la somnolencia que ya le había arrebatado los sentidos y la realidad a quienes me rodeaban.

Yo te llevaba del brazo, no tengo idea cómo llegaste hasta allí pues no estaba planeado verte hasta dentro de algunos días más. No recuerdo en qué momento me rescataste de esa marea insólita que envolvía el bus, sólo sé que no quería entrar a lo que desde afuera asemejaba un restaurante, no ignoraba que adentro estaba alguien que tú preferías no ver, y bueno, alguien que yo no quería que me descubriera en tu compañía, menos entrelazando nuestras manos con tanto ímpetu. No logré que desistiéramos nuestro ingreso a ese restaurante “tabernoso”, que sumado a mi personal prevención, sólo me permitía evocar malos augurios. Fue tarde para cualquier oposición, puesto que sin saber el cuándo y el cómo ya nos hallábamos sentados al pie de una mesa que, adornada con la cubertería correspondiente, nos ofrecía suculentos platos que no lograba identificar. Ante mi preocupación porque pudiéramos ser avistados por ella, la intención de hacerme con algún bocado se hizo imposible. En el momento en que tú, sin duda con hambre, arremetiste contra esa comida que yo seguía sin distinguir, con sorpresa me percaté que tu rostro se me presentaba como una tachadura tenebrosa cual mancha nebulosa. Aunque mi visión seguía siendo fiel al color trigueño de tu piel, tus hermosos rasgos eran imposibles de percibir. Preferí abandonar ese vistazo repugnante, y mientras continuabas tu asalto alimenticio fijé mi mirada en lo profundo del salón. Todo era una masa incolora e informe, pero tenía toda la certeza de que era el fondo de ese deslucido restaurante lo que mi sentido me exponía. De allá venía ella, veía su silueta, oscura en extremo, acercándose hacia donde nos encontrábamos. Mi corazón empezó a exigir mayor espacio con el fin de reacomodarse al nuevo ritmo de mis pulsaciones que se incrementaban con cada paso que ella daba hacia nuestra mesa. El sentimiento de culpa comenzó a corroerse mis entrañas, sudaba de forma inacabable, pues qué más que mi irreflexión era lo que estaba a punto de mandar nuestra noche al mismísimo infierno. Tú no tenías la menor sospecha de lo que se avecinaba, yo no tenía duda que me esperaba el dolor fatal que sólo me produce el ceño fruncido de mi amada cuando me odia. Sentí que ya no había tiempo para nada, ella estaba sentada al frente nuestro. Mi sudoración y mi pulsación llegaron a su límite cuando ya era preso del mayor pánico que mi rostro puede reflejar, y aunque mis extremidades ya habían emprendido un incontrolable temblor, tuvieron que ir cediendo en su intención cuando como por arte teatral la iluminación del restaurante se enfocó en ella. Eras tú, tampoco veía su rostro pero sabía que eras tú. Estaban vestidas igual y sus bocas, narices y ojos reflejaban dos manchas coincidentes. Ustedes se escrutaron mutuamente, compartieron vistazos violentos pero una vez recordaron el foco de discordia ensañaron su odio contra mí, sus miradas atravesaban mi corazón y mi vergüenza. Sentía cargando la más grande estupidez al darme cuenta que mi mayor temor era que tú me vieras en compañía tuya. Me sentí como un truhán al recordar que te había sido infiel contigo. Eras tú, estabas doblemente sentada a la mesa. Estabas odiándome dos veces. Veía doble tu mágica hermosura.

“Ey amigo, acá es donde se baja usted”, fueron los vocablos que me extrajeron de ese penoso sueño y me devolvieron mis cabales. El bus había parado en un lugar que aunque de golpe noté conocido, sabia sin duda alguna que no encajaba en mi recorrido diario. Todas las personas que venían conmigo y que al tomar el bus me habían recibido apaciblemente, en cuerpo pero no en alma, desaparecieron de forma inexplicable. Estaba convencido que mi dormir era más susceptible, por lo menos lo suficiente como para percatarme que alrededor de treinta almas iban desertando del vehículo mientras dormitaba, pero me equivoqué, y sin importar como haya sido, de forma fatal me dejaron con la única compañía de un hombre larguirucho y raído por los años, cuyos pelos de la testa habían migrado en su totalidad para conformar una prominente barba que escondía su cuello. El amenazante repaso que hacía el conductor sobre mi presencia, me hizo entender que no estaba dispuesto a esperar más tiempo. “¿No me oyó? Acá es donde usted se queda” exclamó con voz suficiente para que el receptor de su mandamiento, es decir yo, comprendiera el mensaje.

Suspendí la fijeza recíproca de nuestras miradas pasando mi mano sobre mi cara como pretendiendo limpiar la somnolencia, aunque en realidad vaciaba de mi cabeza las perturbadoras imágenes del sueño recién apreciado. Me puse de pie, pasé al lado del conductor sin dirigir palabra o mirada alguna, recorrí el pasillo con pasos resueltos, y una vez me encontré en tierra, sin tener idea de mi ubicación, fue que me pregunté por qué ese viejo chofer parecía estar tan convencido de mi destino último; acaso quién era él para decidir donde debía bajarme.

Ya cuando el monstruoso motor comenzaba a transmitirle fuerza a las grandes ruedas, resolví reclamarle a gritos la razón de mi abandono precisamente en ese lugar. El conductor desistió del arranque, soltó una risotada, fingida como la de un cascarrabias, y respondió con entonación grotesca y algo despectiva: “Señor, aquí lo recogí hace tres meses”. En seguida aceleró y el bus reanudó su camino demostrando la irrevocabilidad de mi condición. O se confundió de persona o mi memoria me jugó una desagradable burla. Mi incertidumbre se incrementaba a medida que perdía de vista el bus en lo más profundo de esta calle larga.

Una vez me di vuelta para reconocer el lugar de mi desdicha, supe de inmediato que el viejo tenía razón, esta esquina era mi verdadero destino. No tengo claro cuál es el sueño, si el del bus o en el que me encuentro ahora, preferiría que ambos lo fueran antes que tener que aceptar mi situación. No sé muy bien quién o qué era ese viejo, aunque creo comprender ahora su tarea de regresar las almas al lugar donde las recogió, incluso cuando ellas creen ir a donde deben o sienten ir a donde quieren. Ahora debo aceptarte que reconozco bien donde me dejó el bus verde. Me encuentro de pie justo en La Esquina donde mis labios tocaron los tuyos por primera vez, sólo que ahora no estás tú. Anoche te perdí.
BOGOTÁ DC. NOVIEMBRE. 2007

LA GUERRA DEL CORAZÓN

Es cierto que Tercero Vernaza también le entregó a ella su corazón, pero lo hizo por la única razón de no hacerle daño, pues aunque estuviera muy convencido de no renunciar a sus sentimientos, no estaba dispuesto a condenarla de nuevo a la prisión de la que ella apenas acababa de salir.

Ante su incapacidad para dejarla de amar, decidió entregarle el corazón mismo.
Le entregó su corazón tal y como un verdugo le regalaría su hacha a su amada castigada a muerte. Le entregó su corazón para intentar liberarla por el mismo amor que le tenía.

Le entregó su corazón, pero sin nunca perder la esperanza de que cualquier día ella regresaría a devolvérselo para permitirle sentir de nuevo el amor que no murió ni moriría.

MANIZALES. SEPTIEMBRE. 2007

HUIDA O VIDA (PRIMERA ESCENA)

Y cómo huir, cuando no quedan islas para naufragar,
al país donde los sabios se retiran
del agravio de buscar labios que sacan de quicio,
mentiras que ganan juicios tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios de los peces de ciudad.
Joaquín Sabina. Peces de Ciudad

Helena, para mí la realidad es una lucha por la vida, y lo que uno debe hacer es asegurarse de que el Derecho será el arma adecuada”. Esa fue la mejor conclusión que logré avizorar al final de esa gran suma de palabras que salieron, más de mi boca que de mi razón, ante su inquietud por conocer el mundo que escogí vivir. Deseaba profundamente que no terminara compartiendo mis ideas, y mucho menos que se identificara con mis frustraciones. Por ese motivo aquella tarde opté por una conversación en donde me limité a oír sus expectativas, a emular objetividad y a luchar con los pensamientos propios que inundaban mi cabeza.

Al paso que me exponía razones sublimes que la habrán de llevar a convertirse en mi colega, a mi mente arribó el recuerdo de la mutación de una idea que, si bien fue mi esperanza al momento de pisar por primera vez un salón universitario, en tres años me ha regalado inesperadas percepciones. El Derecho me ha revelado que el concepto de padre, por presunción, es “un concepto meramente jurídico”; que las sucesiones ya no son juegos matemáticos, sino un “ascensor” que acaba con familias mientras se estudia en los libros; que una persona puede no tener alma ni corazón; que quienes requieren de nuestro servicio se les denomina “clientes”; que los derechos deben ser eficientes antes que ser derechos; que los abogados cobran según el nombre, el bolsillo del “usuario” y el cartón; que la ley es lo que está escrito, o lo que el abogado quiera, o lo que el juez decida; que los abogados perdimos el poder y que el Derecho no es más que el reflejo subordinado de intereses económicos. Ella no tenía idea, y tampoco logró percatarse, que siempre este cúmulo de ideas indeseables arriba a mi mente con la firme intención de desestabilizarme y fulminar mi ánimo radiante, e inevitablemente termino con timidez, obviamente por terror a la respuesta, preguntándome: ¿Es este el Derecho que deseo? Ella algún día comprenderá que en este punto la angustia se hace más insoportable, pues sólo hallando razones para huir, nos quedamos.

Suspendí mi digresión con el ánimo de volver al curso de la conversación, pero tan sólo pude toparme con sus tiernos ojos erguidos al cielo, preciso como quienes hablan aún aferrados a sus sueños. Noté que hacía algunos segundos había comenzado a pronunciar sustantivos indistintamente. Humanidad, libertad, cambio, servicio, ayuda, orden, igualdad y esperanza, son los que aún recuerdo puesto que desde ese día se alojaron en mi cabeza, carcomieron mi alma, y con dolor, desempolvaron mi memoria. Acto seguido concluyó con una sentencia que fue como un choque eléctrico directo a mi corazón. La percibí conocida, además de típica de muchos quienes soñaron un día con ser abogados: “Yo quiero estudiar Derecho porque quiero cambiar la realidad injusta de mi país”

Helena, en su condición de pronta neojaveriana en Derecho, con sus sueños aún ensangrentados en las manos, con sus ojos esperanzados en el horizonte, dio en el punto y me permitió reconsiderar mi posición. No podía ser que tanta honestidad e inocencia, suyas y quizás mías en su momento, estuvieran equivocadas en el medio de consecución de un deseo tan puro y descontaminado. No podía ser que yo me encegueciera ante la frustración con el arma que elegí, existiendo tal batalla, que bien o mal era la misma de ella.

Ese día, frente a quien para mí es la mayor expresión de amor, Helena, cedí ante sus ojos marrones, para aceptar que mi error es evidente, pues creo que, como diría Sabina, aunque me acusen de ser el tuerto en el país de los ciegos, de ser quien habla en el país de los mudos, de ser el loco en el país de los cuerdos, de andar en el país de los cansados, de ser sabio en el país de los necios, de ser malo en el país de los buenos, de divertirme en el país de los serios, de estar libre en el país de los presos, de ser la voz que clama en el desierto, mi inconformidad antes que con el Derecho, es con la vida misma. Ahora empiezo de nuevo: ¿Es esta la vida que deseo? (Continuará…)
BOGOTÁ DC. NOVIEMBRE. 2007
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. IV Trimestre 2007. Bogotá DC)

FANTASMAS DE LA DEMOCRACIA

Remember, remember
The 5th of November
The gunpowder treason and plot
I know of no reason
Why the gunpowder treason
Should ever be forgot.

Nunca pensé que llegaría a ver un fantasma, menos pensé que podría llegar hablarme. Lo cierto es que lo vi, y debo confesar que no era uno sino varios; no alcancé a contarlos porque el número se escabulle aún de mi entendimiento y de mi memoria; no me contaron sólo a mí sus verdades, simplemente las gritaron al aire en un recinto donde nos encontrábamos todos quienes pronto nos entenderemos como colegas.
Cierto es que mientras ese edificio ardía muchos no habíamos nacido, cierto es que nuestros oídos ni siquiera lograron escuchar el zumbido de las balas y el retumbar de los cañones, sin embargo, al parecer en este caso, sus fantasmas, haciendo caso omiso del recurrente olvido nuestro, andan rasguñando la puerta de esta Facultad, demandándonos justicia y una verdad que no deja de caracterizarse por su tardanza

El 6 de Noviembre de 1985 ha evidenciado las más horrorosas debilidades de nuestra particular colombianidad política y social. Este día lleva más de 20 años significando muerte, guerrilla, gobierno, militares, conspiración, narcotráfico, víctimas y desaparecidos. Pero en este caso, con el respeto que merece tal significación y sin querer menospreciarla, creo profundamente que los fantasmas han dejado ahora una nueva verdad pendiente sobre la mesa.

Esas imágenes, a pesar de su estética muy ochentera, parecen hablar de un pasado que no se ha ido, de unos días que parecen perpetuarse en el presente. Ni las armas ni los uniformes han dejado este país, las palabras bélicas continúan incrustadas en nuestro castellano y vocablos como Plaza, Vega, Petro, Navarro, Escobar, Tovar, Velásquez, son apellidos oídos por mis padres en aquellas fechas, pero tristemente también oídos por mí en cualquier día de estos que solemos vivir.

Observando balas y sangre de épocas diversas, parece que la “Coincidencia” quisiera demostrarnos que los “Fantasmas del Palacio”, son más bien los fantasmas de toda una democracia; son espectros, fruto de la realidad colombiana, que todos los días dejan sus tumbas para señalarnos una verdad que va más allá de los muertes, las explosiones y los desaparecidos de aquel 6 de Noviembre.
Siento que son fantasmas que han venido a intentar permanecer en nuestra memoria, siempre buscando que al final reconozcamos de una vez por todas ser una sociedad con una enfermedad profunda. Un mal que va más allá de ese tan renombrado “conflicto” que hemos tomado como simple trinchera para evadir la aceptación de una causa maligna primigenia.

Por mi parte debo advertir que me fue revelado lo siguiente: No deberíamos olvidar la Toma del Palacio de Justicia, pero más que por no echar al olvido los fatídicos hechos de ese día, no debemos hacerlo por ser un símbolo más de la convulsionada dinámica social y política de una Colombia que continúa resistiéndose a aceptar el cáncer que esconde bajo el caos de las balas, bajo la compasión por la pobreza y bajo el discurso de una democracia quimérica.
BOGOTÁ DC. JULIO/AGOSTO. 2007
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. III Trimestre 2007. Bogotá DC)