Y cómo huir, cuando no quedan islas para naufragar,
al país donde los sabios se retiran
del agravio de buscar labios que sacan de quicio,
mentiras que ganan juicios tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios de los peces de ciudad.
Joaquín Sabina. Peces de Ciudad
“Helena, para mí la realidad es una lucha por la vida, y lo que uno debe hacer es asegurarse de que el Derecho será el arma adecuada”. Esa fue la mejor conclusión que logré avizorar al final de esa gran suma de palabras que salieron, más de mi boca que de mi razón, ante su inquietud por conocer el mundo que escogí vivir. Deseaba profundamente que no terminara compartiendo mis ideas, y mucho menos que se identificara con mis frustraciones. Por ese motivo aquella tarde opté por una conversación en donde me limité a oír sus expectativas, a emular objetividad y a luchar con los pensamientos propios que inundaban mi cabeza.
Al paso que me exponía razones sublimes que la habrán de llevar a convertirse en mi colega, a mi mente arribó el recuerdo de la mutación de una idea que, si bien fue mi esperanza al momento de pisar por primera vez un salón universitario, en tres años me ha regalado inesperadas percepciones. El Derecho me ha revelado que el concepto de padre, por presunción, es “un concepto meramente jurídico”; que las sucesiones ya no son juegos matemáticos, sino un “ascensor” que acaba con familias mientras se estudia en los libros; que una persona puede no tener alma ni corazón; que quienes requieren de nuestro servicio se les denomina “clientes”; que los derechos deben ser eficientes antes que ser derechos; que los abogados cobran según el nombre, el bolsillo del “usuario” y el cartón; que la ley es lo que está escrito, o lo que el abogado quiera, o lo que el juez decida; que los abogados perdimos el poder y que el Derecho no es más que el reflejo subordinado de intereses económicos. Ella no tenía idea, y tampoco logró percatarse, que siempre este cúmulo de ideas indeseables arriba a mi mente con la firme intención de desestabilizarme y fulminar mi ánimo radiante, e inevitablemente termino con timidez, obviamente por terror a la respuesta, preguntándome: ¿Es este el Derecho que deseo? Ella algún día comprenderá que en este punto la angustia se hace más insoportable, pues sólo hallando razones para huir, nos quedamos.
Suspendí mi digresión con el ánimo de volver al curso de la conversación, pero tan sólo pude toparme con sus tiernos ojos erguidos al cielo, preciso como quienes hablan aún aferrados a sus sueños. Noté que hacía algunos segundos había comenzado a pronunciar sustantivos indistintamente. Humanidad, libertad, cambio, servicio, ayuda, orden, igualdad y esperanza, son los que aún recuerdo puesto que desde ese día se alojaron en mi cabeza, carcomieron mi alma, y con dolor, desempolvaron mi memoria. Acto seguido concluyó con una sentencia que fue como un choque eléctrico directo a mi corazón. La percibí conocida, además de típica de muchos quienes soñaron un día con ser abogados: “Yo quiero estudiar Derecho porque quiero cambiar la realidad injusta de mi país”
Helena, en su condición de pronta neojaveriana en Derecho, con sus sueños aún ensangrentados en las manos, con sus ojos esperanzados en el horizonte, dio en el punto y me permitió reconsiderar mi posición. No podía ser que tanta honestidad e inocencia, suyas y quizás mías en su momento, estuvieran equivocadas en el medio de consecución de un deseo tan puro y descontaminado. No podía ser que yo me encegueciera ante la frustración con el arma que elegí, existiendo tal batalla, que bien o mal era la misma de ella.
Ese día, frente a quien para mí es la mayor expresión de amor, Helena, cedí ante sus ojos marrones, para aceptar que mi error es evidente, pues creo que, como diría Sabina, aunque me acusen de ser el tuerto en el país de los ciegos, de ser quien habla en el país de los mudos, de ser el loco en el país de los cuerdos, de andar en el país de los cansados, de ser sabio en el país de los necios, de ser malo en el país de los buenos, de divertirme en el país de los serios, de estar libre en el país de los presos, de ser la voz que clama en el desierto, mi inconformidad antes que con el Derecho, es con la vida misma. Ahora empiezo de nuevo: ¿Es esta la vida que deseo? (Continuará…)
Joaquín Sabina. Peces de Ciudad
“Helena, para mí la realidad es una lucha por la vida, y lo que uno debe hacer es asegurarse de que el Derecho será el arma adecuada”. Esa fue la mejor conclusión que logré avizorar al final de esa gran suma de palabras que salieron, más de mi boca que de mi razón, ante su inquietud por conocer el mundo que escogí vivir. Deseaba profundamente que no terminara compartiendo mis ideas, y mucho menos que se identificara con mis frustraciones. Por ese motivo aquella tarde opté por una conversación en donde me limité a oír sus expectativas, a emular objetividad y a luchar con los pensamientos propios que inundaban mi cabeza.
Al paso que me exponía razones sublimes que la habrán de llevar a convertirse en mi colega, a mi mente arribó el recuerdo de la mutación de una idea que, si bien fue mi esperanza al momento de pisar por primera vez un salón universitario, en tres años me ha regalado inesperadas percepciones. El Derecho me ha revelado que el concepto de padre, por presunción, es “un concepto meramente jurídico”; que las sucesiones ya no son juegos matemáticos, sino un “ascensor” que acaba con familias mientras se estudia en los libros; que una persona puede no tener alma ni corazón; que quienes requieren de nuestro servicio se les denomina “clientes”; que los derechos deben ser eficientes antes que ser derechos; que los abogados cobran según el nombre, el bolsillo del “usuario” y el cartón; que la ley es lo que está escrito, o lo que el abogado quiera, o lo que el juez decida; que los abogados perdimos el poder y que el Derecho no es más que el reflejo subordinado de intereses económicos. Ella no tenía idea, y tampoco logró percatarse, que siempre este cúmulo de ideas indeseables arriba a mi mente con la firme intención de desestabilizarme y fulminar mi ánimo radiante, e inevitablemente termino con timidez, obviamente por terror a la respuesta, preguntándome: ¿Es este el Derecho que deseo? Ella algún día comprenderá que en este punto la angustia se hace más insoportable, pues sólo hallando razones para huir, nos quedamos.
Suspendí mi digresión con el ánimo de volver al curso de la conversación, pero tan sólo pude toparme con sus tiernos ojos erguidos al cielo, preciso como quienes hablan aún aferrados a sus sueños. Noté que hacía algunos segundos había comenzado a pronunciar sustantivos indistintamente. Humanidad, libertad, cambio, servicio, ayuda, orden, igualdad y esperanza, son los que aún recuerdo puesto que desde ese día se alojaron en mi cabeza, carcomieron mi alma, y con dolor, desempolvaron mi memoria. Acto seguido concluyó con una sentencia que fue como un choque eléctrico directo a mi corazón. La percibí conocida, además de típica de muchos quienes soñaron un día con ser abogados: “Yo quiero estudiar Derecho porque quiero cambiar la realidad injusta de mi país”
Helena, en su condición de pronta neojaveriana en Derecho, con sus sueños aún ensangrentados en las manos, con sus ojos esperanzados en el horizonte, dio en el punto y me permitió reconsiderar mi posición. No podía ser que tanta honestidad e inocencia, suyas y quizás mías en su momento, estuvieran equivocadas en el medio de consecución de un deseo tan puro y descontaminado. No podía ser que yo me encegueciera ante la frustración con el arma que elegí, existiendo tal batalla, que bien o mal era la misma de ella.
Ese día, frente a quien para mí es la mayor expresión de amor, Helena, cedí ante sus ojos marrones, para aceptar que mi error es evidente, pues creo que, como diría Sabina, aunque me acusen de ser el tuerto en el país de los ciegos, de ser quien habla en el país de los mudos, de ser el loco en el país de los cuerdos, de andar en el país de los cansados, de ser sabio en el país de los necios, de ser malo en el país de los buenos, de divertirme en el país de los serios, de estar libre en el país de los presos, de ser la voz que clama en el desierto, mi inconformidad antes que con el Derecho, es con la vida misma. Ahora empiezo de nuevo: ¿Es esta la vida que deseo? (Continuará…)
BOGOTÁ DC. NOVIEMBRE. 2007
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. IV Trimestre 2007. Bogotá DC)
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