lunes, 26 de enero de 2009

SUSPIROS EN EL ESPEJO

A quien sólo con suspiros ama.


Ya sólo quedaba esperar a que me abrazara la muerte que a mi lado estaba. Esa tierra, en complicidad con el tiempo, me había ido arrebatando todo con la misma tenacidad con la que todo me lo había dado; sin embargo una injusticia divina hubiera sido embarcarme en el desagradecimiento, pues esa vida cómoda, inútil, había transcurrido ya en su mayor parte brindándome más de lo que yo había ofrecido. Mientras los años, con sus números mayores, traían consigo la fatalidad y la certeza de lo vivido, el tiempo mientras más se acercaba a su deceso, más temeroso caminaba, más lento convertía su andar.


Mientras que con su recuerdo compartía la soledad de mi corazón, y con Lucrecio compartía la soledad de esa casa, pasaba los días observando ese parque que al frente de mi ventana siempre había estado, cuyos árboles y bancos parecieron invisibles por mucho tiempo, hasta que se convirtieron en el encanto mismo de mis monótonos anocheceres. No obstante, esas últimas noches las había pasado viéndolos. Había tenido que observar cómo siempre asían sus manos, cómo tomaban al final de cada tarde uno de los bancos como soporte de su cariño y sus besos. Ni siquiera la aventura de morir me había quedado, sólo verlos.


Allí venían de nuevo. Mientras caía la tarde los vi llegar una vez más. Juntaban sus manos con fuerza. Ella, en su otra mano, traía la rosa más grande que jamás he visto, mientras que él, arrimándose al banco de siempre, removía del contorno de su boca diminutos trozos del chocolate que ella le acababa de regalar al recogerla en su casa. Se sentaron, se acomodaron de tal forma que nunca se dejaban de mirar; mientras los ojos de él se advertían distraídos, como esos que se pierden en la lucha del pensamiento contra el tiempo, los de ella se mantenían firmes con esa tenacidad que sólo se logra cuando se siente que cada instante es el último.


Divino Señor, si hubiera recordado disfrutar los días al lado de él, como si cada uno de ellos fuera el último, talvez no me hubiera atormentado de la misma forma esa sensación de no acordarme de algo pendiente, de creer siempre que algo había dejado al salir (al salir de mi cama, al salir del baño, al salir de mi casa al antejardín con mi enfermera). Si hubiera sabido que me iba a dejar tan pronto, y digo pronto no por el tiempo que hayamos vivido sino por el tiempo que su muerte antecedió a la mía, seguro no hubiera dejado que los últimos años se encerraran en una cotidianidad circular de palabras que se repetían, de resabios que ya no resquebrajaban la normalidad y de nostalgia que obligaba a recordar lo perdido (sabiendo qué era lo perdido pero no lo que se debía recordar).


Hubieras visto cómo tomaba sus manos. Hablaban de cosas mundanas esperando que sus corazones fueran los que se perdieran en el infinito, acariciaban todo lo que no se conformaban con tan sólo ver; ella rozaba con una mano el cuello de él, mientras éste pasaba con suavidad uno de sus dedos por el arco de la nariz de ella. (Si hubieran sabido que a mí tan sólo me quedaba acariciar el cuello de Lucrecio, mientras éste me compartía nada más que su ronronear).


Continuaron hablando, dejando que entre una que otra frase se colara un beso que siempre a alguno de los dos tomaba desapercibido. Se acomodaban y reacomodaban en el banco. El viento frío soplaba mientras la Luna los adornaba. Las nubes deformes pasaban sobre sus cabezas y la lluvia se olvidó que debía caer. De vez en cuando él se ponía de pie para recrear su narración. Se reían como niños.


Esa, como todas las noches, alcanzaron a divisarme. Siempre fueron concientes de mi distante presencia espectadora. Ellos creían que eran quienes interrumpían mi encuentro con la noche, pero desconocían que era yo quien esperaba el final de la tarde para arrebatarles lo único que realmente les pertenecía. Al principio, con un dejo de lástima, pensaron que era una de esas viejas chifladas cuyas enfermeras apoltronan en la ventana, junto a sus gatos, para que consigan algo de entretenimiento durante el día, persiguiendo la mutación de las sombras y viendo el rodar de un mundo al que sus desgastadas mentes y sus trajinados corazones ya no les permiten acceder. Pero después no dudaron de mi conciencia a pesar del tiempo tallado en mi cuerpo, y entonces sospecharon que me escandalizaba por lo que desde lejos los veía hacer. Así, los Viernes dieron espera a sus deseos hasta que yo cerraba la cortina en honor a su amor; los Sábados prefirieron marcharse debido a que mis ánimos de vengar su muerte, de vengar el paso de los años, trababan el cordel del cortinero para frustrar esa felicidad ajena; hasta que los Domingos, como ese, burlaron mi venganza y enfrentaron su pena de compartir conmigo sus caricias y sus besos. Sabíamos que sus labios perturbaban tanto los míos como los de su amada.


Pasaron minutos, no sólo un par sino varios, pero fui yo quien se percató de ello. Se prepararon para partir, se pusieron de pie, se sumergieron en un abrazo y de inmediato voltearon para corroborar si persistía allí, observándolos. Sospecharon que divisaba una realidad que ya no me pertenecía, un estado que ya nunca más entendería. Pero entendía lo suficiente: reconocía que sola me había quedado y que mi amor rebosaba un recuerdo. Entendía que la muerte desde hacía algunas noches se sentaba a mi lado y de mí se burlaba. Pero esa vez fue distinto, porque esa noche ya no me hizo suspirar de amor habiéndome prometido hacerme suspirar de muerte. En esa ocasión, fue en honor a mi muerte que por última vez me hizo suspirar de amor.


Él, de pie, tomando la blanca mano de ella, después de ofrecerme desde lo lejos su particular sonrisa forzada, besó sus labios con fuerza, con esa pasión con la que solía robarse mi alma. Ella sólo suspiró, preciso como él me hacía suspirar. Suspiró mientras yo suspiraba. Suspiré mientras ella suspiraba. La besó mientras era yo la que suspiraba. Era sólo un suspiro, una pérdida ínfima del aliento… Sí, así es, ella suspiró, perdió el aliento, y yo sólo dejé de respirar.

BOGOTÁ DC. OCTUBRE.2008

BOGOTÁ DC. ENERO.2009