martes, 30 de septiembre de 2008

HELENA Y PETER PAN: UNA POLÍTICA DE AMOR

Las dos cosas más importantes en la vida son, en su estricto orden, el amor y la política.
Otto Morales Benítez

Estimado doctor:

He querido empezar con esta cita del maestro caldense, para señalar que si bien, como usted lo cita, a la gente le gusta hablar de lo que menos sabe, del amor y de la política, lo hace simplemente porque ambas son la vida misma; y si se dice que de ello poco saben, es porque ambas, como la vida, encuentran poco de su verdad en la razón.
Debo ser yo quien dé respuesta a su opinión publicada por este medio, puesto que he sido en gran medida el culpable de que a lo largo de este año se haya abierto camino una expresión que late de manera tímida en los pasillos de nuestra facultad: “El desamor del Derecho”. Por mi parte aún no puedo cambiar de posición, puesto que todavía veo como para la mayoría de nosotros, los operadores jurídicos, el Derecho es más un instrumento de supervivencia y acumulación que una herramienta de construcción de armonía. Veo con tristeza como los estudiantes preferimos una simple transmisión de información útil para el propio desempeño laboral, en vez de adentrarnos de lleno al conocimiento jurídico para construir lo que no se ha hecho.

Dar a entender que poco podemos nosotros los estudiantes hablar del amor al Derecho, por ser quienes apenas estamos conociendo su mundo, es una posición nada más que fundada en la terquedad de la experiencia, en el pensamiento que otorga un valor infundado a lo vivido; es en cierta forma afirmar que nuestra generación, debido a su incredulidad según usted, tan sólo debe esperar a entrar del todo en el mundo jurídico como esperó la suya, para poder por fin hablar de lo que es el real amor al Derecho; pero creo que esto llevaría a que mi generación le entregara al país tanto como le entregó la suya, sólo por culpa de no creerle a ese amor a primera vista en el que usted hoy aún poco confía.

No creo que la opción nuestra sea una vez más quedarse a esperar a que la sabiduría de los años nos muestre el verdadero sentido de un sentimiento, a que nos señale un camino que han seguido ya varios pudiendo nosotros, con ese mismo sentimiento que abrazaba nuestros corazones el primer día de universidad, comenzar a construir uno nuevo que a algún destino distinto nos habrá de llevar.

Me quedo con esa visión del Derecho que tienen muchos de los primíparos y pocos de los maestros, esa visión cuyo amor se encarna en el deseo de transformación, solidaridad y dignidad. Prefiero construir mi vida en un Derecho que parta de eso que, como bien puede recordarlo el fiel lector de FORO, aprendí de Helena: optar siempre por el amor que pone la esperanza en los sueños por cumplir, en vez de quedarse elaborando un amor calculado que no servirá para nada distinto que hacernos creer que hemos obrado bien, cuando tan sólo hemos servido a nuestros propios intereses.

Ojalá siempre en el Derecho sea un Peter Pan, más que por no querer crecer, por crecer sin dejar de ser niño, sin dejar de amar, sin esperar mayor recompensa. Sueño en convertirme en abogado sin olvidar esos sueños puros del primer día de universidad, esos sueños que estoy seguro usted guarda en el fondo de su corazón y que antes ha sido el paso de los años lo que los ha empolvado. ¡Ojalá haya más niños perdidos por ahí!

MANIZALES. SEPTIEMBRE. 2008
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. III Trimestre 2008. Bogotá DC.)

EL DÍA DEL PITAZO FINAL

El Gol es algo tan sagrado que las profanas manos del Derecho difícilmente pueden alcanzar; pero poco importa cuando hay un reglamento por aplicar.

Pienso “deque” es un orgullo para mí, atendiendo a la confianza que me ha brindado “el profe”, tener la oportunidad de, además de “venir a aportarle al equipo lo que uno sabe”, exponerles el momento histórico que he presenciado y que ha partido en dos, o más bien en 22 más un arbitro con balón, la historia del Derecho. Tengo el honor de, mas que de hacer parte de “la seletción”, contarles como el Derecho ha tenido la gracia divina de recibir en su nómina histórica (“el fantasma” Hammurabi, “el patrón” Justiniano, Bartolomeo “el saxo” Ferrato, Hans “el mono” Kelsen, Duncan “pikiña” Kennedy, entre otros) toda la experiencia que ha venido a ofrecerle el deporte más popular del mundo, el fútbol; quizás lo más “popular” en que los abogados participamos.

Roberto Fontanarrosa, un escritor y caricaturista argentino sometido a la crueldad de la locura por el fútbol, antes de morir tuvo la oportunidad de enseñarnos que quienes hemos asistido en vivo y en directo, o en televisivo e indirecto, a la definición por penales que permitirá a nuestro equipo seguir en la Copa Libertadores, debemos tomar conciencia de que si hemos sobrevivido a ello, a superar la muerte a cada disparo desde los doce pasos, tenemos asegurado un futuro de fortaleza física y mental inapelable. Él estaba convencido de que el fútbol estaba creando una raza mejor y más fuerte, tal como las cucarachas que sobreviven incluso a explosiones atómicas, tal como los hinchas de Millonarios que aún viven sin verlo campeón, tal como los que aún no pasan el preparatorio de Derecho Privado.

Pero vaya sorpresa lo que no pudo Fontanarrosa ver: ¡Abogados jugando fútbol! Sí, dizque jugando fútbol. Sí, dizque abogados. El maestro argentino se equivocó en parte, pues si bien el fútbol venía depurando la especie humana, es en este punto donde ya podría hablarse del punto culminante de la evolución: Un abogado de guayos y “cortos”, mostrando las “pálidas” e intentando dominar un balón con los pies. Somos tan superiores que no necesitamos meter goles para ganar, pues con sólo el reglamento logramos eliminar contrarios; obvio, sí sabemos cuando es que la forma debe primar sobre la sustancia. El arbitro para nosotros es poca cosa, siempre existe la forma de persuadirlo, de engañarlo, de insultarlo (o sus espaldas generalmente), de comprarlo en casos extremos, o de interponerle un recurso de reposición (bueno aún no, pero uno nunca sabe con lo de la Reforma de la Justicia); el “de negro” no nos amedrenta, somos los abogados quienes sabemos cómo es que se actúa ante un juez.

Fútbol y Derecho, muy juntos aunque no lo crean, es algo que enorgullece el Derecho pero que al parecer profana el fútbol, puesto que aún, siendo la raza superior de quienes dominamos la “pecosa” mientras en el camerino nos espera el Estatuto Tributario, no conseguimos salir airosos al acercarnos a algo tan sagrado como el Gol, eso sí, no es por culpa de nuestra inhabilidad deportiva, sino porque aún no encontramos la vía (“de hecho”) para solucionar nuestra débil ofensiva. Lo que por ahora me queda claro, es que en el fútbol como en el Derecho, puede ser una mentira la fantasía popular de que la sabiduría viene con los años, además de que nos enseñan, ambos, a no estar seguros de nada, a dudar de todo: en el fútbol “nada está escrito”, y en el Derecho hay que “esperar la jurisprudencia de la Corte”.

¡Pero Roberto algo pasa! Sé que estabas convencido de que el fútbol, como las mujeres, es, en principio, inexplicable; leímos como aseguraste que “por fortuna, Dios, en su infinita sabiduría, mantiene a las mujeres algo alejadas del más popular de los deportes”; sólo vos podías estar seguro de que “sería extenuante, indudablemente, procurar entender ambos fenómenos al mismo tiempo”; sin embargo si estuvieras vivo te sorprenderías como las mujeres se acercan cada vez más a la “grama” y a la “tribuna”, pero no sólo mujeres Roberto, también abogadas. Un fantasma recorre el mundo, algo está cambiando Roberto, ojalá te quedes allá disfrutando de la eternidad mientras el mundo se hace llamas.

BOGOTÁ DC. SEPTIEMBRE. 2008
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. III Trimestre 2008. Bogotá DC.)

LA FIESTA DEL TORO

Fue en una tarde lluviosa donde vi por primera vez cómo la nobleza y la valentía eran más importantes que la sangre derramada en el ruedo. Será en una tarde lluviosa donde, sin poder explicarlo, lloraré la belleza y la bravura antes que la muerte.

Era una tarde propia de enero, o mejor, una tarde de enero propia de Manizales, una de esas en las que al alegre sol lo sorprende la presentida lluvia. Llovía a cántaros sobre la arena, igual sobre los espectadores que hacia ella poníamos nuestras miradas, y la idea que no abandonaba mi mente de niño era por qué el que construyó la plaza de toros no fue tan inteligente como el que hizo el estadio de fútbol, ¿cómo fue que no se le ocurrió inventarse un techo?

Obvio, para mí, con mi corta edad, ir a una corrida de toros en la Monumental era un plan tan sencillo como ir a un partido del Once Caldas en el Palogrande. Para ambos se llevaba el respectivo cojín publicitario de la licorera, se llevaba el impermeable que habría de protegernos de la inclemencia de la fiel lluvia, mi papá se terciaba su radio en el cuello y mi mamá nos despedía desde la puerta con rezos al infaltable Espíritu Santo; algo sí cambiaba para ir a los toros, la ausencia de la gloriosa camiseta blanca y la presencia de una “bota” que no era para los pies sino que se llevaba al hombro y en cuyo interior se portaba un secreto que mi papá compartía con los del lado en la grada pero nunca conmigo.

Y fue esa tarde lluviosa, esa misma en la que vi a mi padre llorar de la emoción por culpa de los infinitos “naturales” de José Tomás, en la que, ahora comprendo, comenzó mi vida en una tradición cuya complejidad misma la hace inexplicable, en algo que escapa a la razón tal y como hoy no se explica mi necesidad de vestirme, de comer lo que como, de vivir en democracia, de adquirirlo todo con dinero y de hablar y escribir exactamente con los mismos símbolos con los que me entienden. Esa tarde nunca imaginé que mi papá me inducía en un mundo de magia irracional, en un mundo que nunca se acaba de conocer, en un mundo que requiere de un gusto que ni siquiera en este artículo podrá nadie comprender.

Es la fiesta del toro, esa misma que aterró y después enamoró a Hemingway, a la que hoy se le reclama que deje atrás el salvajismo y la violencia, para darle paso al respeto por la vida y por la naturaleza; pero de algo no se han percatado, nosotros en el ruedo nada de eso vemos, sencillamente experimentamos todo lo contrario: armonía, belleza y respeto por el toro. Para el buen taurino es más importante la nobleza y la bravura del toro que su sangre y su muerte. ¿Cómo se explica eso? ¿Cómo se explica su carácter cultural?

A lo mejor estaría bien acudir a argumentos jurídicos, pero en mi humilde opinión el hecho de que se señale legalmente a la tauromaquia como valor integrante del patrimonio cultural de la Nación puede no ser muy diciente de la verdad popular, más cuando hoy por hoy resulta tan discutible la representatividad de nuestro cómico Congreso. Por eso hoy renunciaré a mi carácter de estudiante de derecho, hecho que me facultaría para dar por terminada la discusión ante un argumento fundado en el ordenamiento jurídico, y optaré por poner mejor sobre la mesa algunas razones un poco más serias: fui un niño que vio llorar a su padre en su primera corrida, con él seguí yendo, y hoy siento los toros como parte de mi vida.

A esas recurrente pregunta que mis conocidos me hacen para indagar la razones por las cuales considero las corridas de toros como algo cultural, sólo he conseguido responder, el igual número de veces, con preguntas: ¿Por qué ese mismo niño que al ver el asesinato de un cerdo lloró hasta perder las lágrimas en diciembre, fue capaz, en enero de resistir la masacre de cerca de 40 toros en tan sólo una semana? ¿Será que yo era ecologista en diciembre y enero me daba un repentino ataque de crueldad y sadismo? Sólo he atinado a responder con preguntas por la impotencia que me produce ver cómo, ante la incuestionable muerte de un ser vivo, miles de personas acuden a las plazas de toros a disfrutar de un “pase” bien logrado en vez del derramamiento de sangre, a contemplar a un toro que deberá tratarse con respeto incluso después de su muerte.

A esta paradoja pocas salidas pueden encontrársele, pocas respuestas pueden explicársele, y quizás el taurino que pretenda hacerlo no pasará de ser un pretencioso. Quizás por eso es que resulta tan desdeñable toda discusión entre antitaurinos y taurinos, pues mientras éstos intentan razonar con lo irrazonable aquéllos creen conocer las razones de éstos. Para quienes es tan sólo un negocio, sólo cabe decirles que es tan negocio como cualquier arte al cual el capitalismo se ha llevado en su cauce. Quienes consideran que es sólo para ricos, sería bueno que conocieran un poco de la fiesta del toro por fuera de la Santamaría de Bogotá, acudir quizás a una corrida en Duitama o Sogamoso, o en algún recóndito pueblo de La Castilla española. Para quienes allí sólo se acude a exponer los privilegios del privilegiado, puedo presentarles al “Loco Darío”, un manizaleño humilde que con el fruto de su trabajo anual consigue un abono con el que podrá ir a ver los toros, únicamente por amor. Para quienes creen que se hace a costa de indefensos animales, a pesar de su acierto, deben preguntarse cuál sería la vida de estos animales si las corridas dejaran de existir. Para quienes creen conocer las razones por las que las corridas existen, sólo resta admirarlos, estoy seguro que nosotros los taurinos pocas conocemos. A quienes creen que por su multitudinario rechazo no puede catalogarse de cultural, debe advertírseles que la cultura recae sobre las diferentes concepciones del mundo y tradiciones artísticas, entre ellas incluso las que no responden a los parámetros sociales predominantes en cuanto a raza, religión, lengua y folclor.

El razonamiento antitaurino representa la típica “solidaridad” de Occidente frente al mundo, ese mismo valor loable que, a la manera de Pizarro y de la Inquisición, llevó la democracia a Irak, le brindó derechos a la mujer musulmana, erradicó la odiosa práctica de los emberas de cortar el clítoris a sus mujeres, y consolida con el paso del tiempo el trato “humanitario” para los animales. Esa idea occidental de pretender explicar, a partir de los valores de la cultura propia, la barbaridad de la ajena; esa idea de querer expandir nuestros buenos valores para erradicar esos misteriosos que no podemos explicar y que no nos resultan convenientes. Quizás lo que más incomoda a los antitaurinos, es decir a la mayoría de la humanidad, no es el acto en sí mismo, si no la imposibilidad de explicar su existencia como valor cultural de una minoría social. Es obvio, incluso los taurinos sólo podemos, en últimas, acudir a argumentos irracionales e incógnitos, como bien lo afirmó Camilo José Cela: “El toreo es un arte misterioso, mitad vicio y mitad ballet. Es un mundo abigarrado, caricaturesco, vivísimo y entrañable el que vivimos los que un día soñamos con ser toreros.

Aquí la intención era pretender justificar la existencia de la tauromaquia y defenderla, pero al encontrarme con aquel niño que hoy acude a las corridas por simple placer y gusto, reconocí que el arraigo cultural de este mundo es tal, que quien pueda explicarlo es porque más bien tiene un pie fuera de éste. Es esa inexplicable razón por la que Hemingway se enamoró, por la que describió los toros como una acto moral en razón de su placer; es ese mundo que cautivó a Orson Welles hasta tal punto que pidió ser enterrado en la finca de una de los más grandes toreros españoles; es ese sello que llevo en el pecho, que no puedo ver ni oír, que me hace amar los toros sin poderlos explicar.

Quizás desparezcamos en la historia como el último vestigio de bárbaros crueles occidentales, pero solo sé que a mi abuelo le gustaban los toros, a mi padre le gustaban los toros, y a mí también. Hoy soy yo quien llora con los “naturales” de Morante de la Puebla.



Bogotá D.C./Manizales, septiembre de 2008

Bogotá D.C., julio de 2010


(Una primera versión de este artículo fue publicada en FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. III Trimestre 2008.)

domingo, 10 de agosto de 2008

UN HOMBRE DE HIELO SIN TEMOR AL FRÍO

Conocí de un hombre cuyo corazón era de hielo. No lo dicen porque fuera de carácter frío y menos porque no sucumbiera ante los sentimientos que sabemos cálidos, más bien me cuentan que a pesar de los témpanos de hielo que moraban en el centro de su pecho, era un hombre de mágica sonrisa y de plenitud envidiable. Algunos sí me hablaron de sus memorables abrazos, que siendo los más fantásticos del pueblo, lograban que tiernas sonrisas adornaran los rostros de quienes desfallecían en la lucha cotidiana y se atrevían a verse atrapados en sus brazos.

Narran que la calidez de sus abrazos curaban de forma recurrente las múltiples desdichas del lechero, quien sin hacer caso a las advertencias, tenía que soportar el repentino rechazo de las mismas amas de casa que alguna vez dijeron quererlo ¡Obvio, eran casadas!
Cuentan también que uno de sus abrazos logró que los enfermos de la peste bailaran, pero no creas que fue porque sus brazos rodearon a todos de una sola vez, sólo abrazó a uno de ellos, preciso al que le dio por bailar con quien lo había contagiado ¡Preciso el que no sabía cuál de todos los enfermos había sido!
También llegaron a mis oídos la vez que abrazó una prostituta que después se enamoró y tuvo 10 hijos, y la vez que abrazó a uno de sus hermanos, quien, reconociendo su incapacidad para amar como “Dios manda” a una mujer, fue y se convirtió en un soldado de Cristo. ¡Ah! Y la vez que abrazó un indigente, quien poco después, dicen algunos no estar seguros, volvió a creer en el amor.

Debo reconocer que al principio no comprendía la paradoja que encerraban el enigmático frío de su corazón y el mágico calor de sus brazos. Intenté en primer lugar, y fui pretencioso lo acepto, investigar por mis propios medios, que para entonces no era nada diferente a mi lógica y mis sentidos, la razón que permitió que este hombre anduviera como cualquier mortal por este mundo, al tiempo que prodigaba dicha a tantos como un ángel benefactor. Sabía en el fondo que jamás podría conocerlo. A pesar del fantástico e increíble desenlace narrado por los lugareños, creo que mi alma se dejó cautivar por la historia, en parte, más que por su belleza por la sublime mirada de todos quienes de él hablaban. No entendía de donde venía tanta veneración, no entendía la paradoja de su existencia en caso de que fuera real todo lo fantástico que me habían relatado.

Era obvio que mi fracaso sería rotundo. Encerrarme en divagaciones biológicas, sociológicas y hasta políticas no fue tan buena opción como continuar oyendo lo que de la lengua popular provenía. Preferí revelarle a quien pasara por mi lado la imposibilidad médica de la historia, en vez de preguntarle la explicación que tenía para dicho fenómeno natural; preferí indagar por la causa social que había permitido que toda una comunidad se reuniera en torno a un mito como aquel, en vez de preguntar si alguna vez lo habían visto; preferí descubrir cuál era la conspiración política que se escondía detrás de esa historia, que consideraba inducida en su conciencia colectiva, en vez de preguntarles dónde lo podía encontrar.

Si después de mucho tiempo renuncias a tus cavilaciones médicas, pregúntales qué explicación tienen, y oirás como dicen que su corazón era tan grande y fuerte que se mantenía congelado para mantener concentrado en sí mismo, el frío que cuando se encuentra la pasión recorre los cuerpos de los hombres ordinarios. Ese frío del que los más machos se abrigan debajo de palabras presuntuosas, sólo para no desfallecer en ese invierno. Te dirán en la calle que el suyo no se sacrificaba para evitar el amor, pues le temía a éste menos de lo que tú y yo le tememos, lo hacía simplemente para evitar que el frío producido por la pasión, hiciera que sus brazos perdieran la tibieza que servían de soporte anímico para tantos. Sabía que ayudando a tanta gente poco tiempo quedaba para el amor, su vida era servir antes que amar. Su corazón se congelaba, para que sus brazos pudieran seguir abrigando el de los demás.

Si renuncias a tus tesis sociológicas, pregunta si alguna vez lo han visto. Muchos te responderán que no sólo lo observaron mientras sus zancadas amplias recorrían la plaza del pueblo, sino que también fueron arropados por sus brazos calurosos más de una vez. Incluso uno que otro fantoche pretenderá despertar en ti la envidia, porque, según él, tú nunca podrás verte envuelta por tanto calor, como el que él sintió aquella vez que se topó con uno de sus abrazos en la calle. ¡Pero ay Helena! Si algo les preguntas a los abuelos mujeriegos del pueblo, te dirán que su corazón, por no derrumbar la fuente de bienestar de quienes venían mendigando su consuelo, olvidó que esta fría señal que recorre el cuerpo, como bien sabemos los hombres, está dispuesta para que entremos con precaución al gélido mundo del amor. Te asegurarán que ese hombre no precavió que su corazón, como el de todos los hijos de Adán, no aguantaría por mucho ese trajín de servicio a espaldas del enamoramiento.

Por eso al final, si renuncias a tus aseveraciones políticas, pregunta si saben dónde lo puedes encontrar, enseguida te llevarán a una casa en lo alto, su hogar según ellos, allí lo verás por primera vez, de pie, inmóvil, mirando ese horizonte ilusorio de todos los enamorados, con su mano derecha congelada sobre su pecho congelado. Sin duda preguntarás qué fue lo que le sucedió y enseguida te responderé que yo conocí de un hombre con un corazón de hielo, un hombre que se congeló para siempre sin haber nunca imaginado que un beso haría que su corazón estallara, y que sus miles de escarchas heladas se regarían por todo su cuerpo, incluso por esos brazos que tanto se habían protegido del frío.

Conocí de un hombre que se enamoró y se congeló. Se congeló sonriendo y el pueblo aún lo
llora, lo idolatra y espera su regreso.
BOGOTÁ DC. FEBRERO/AGOSTO. 2008

martes, 1 de julio de 2008

DIOS

Si fuera una flor, amaría la tierra.
Si fuera una estrella, amaría el fuego.
Si fuera el morado, amaría el rojo y el azul.
Si fuera una nube, amaría el agua.
Si fuera un sueño, amaría la magia.
Si fuera corazón, amaría el amor.
Si fuera yo, te amaría a vos.
MANIZALES. JULI0. 2008

lunes, 2 de junio de 2008

UN ENCUENTRO DE DOS ÍNTIMOS EXTRAÑOS

Él, no demandó mucho para reconocerla. Desde el otro lado del mostrador no era difícil distinguir el color de su pelo del gris de la ciudad; mucho menos era complicado diferenciar del retrato desapacible de ese café, el trazo inconfundible del perfil de su rostro. Esa forma apresurada de caminar había conspirado en su contra y ahora lo dirigía con suma terquedad hacia lo que había creído evitar. Quizás si hubiera dejado de competir contra la sombra del tiempo escaso, la habría visto desde mayor distancia y habría podido evadir la trampa que el destino le había construido con tanta premeditación; quizás si se hubiera dejado alcanzar un poco por los minutos de los que tanto huía, habría podido detenerse y dar marcha atrás sin dejarse descubrir, pero al parecer ese afán constante nació con él, tal como su cuerpo se adhería a su cabeza al momento de nacer. Todo estaba dado, pero ese no sería el día en el que demostraría cobardía, y menos cuando los ojos de ella ya comenzaban a ponerlo en evidencia.

Ella, desde el lado del mostrador que le correspondía, había emprendido con vaga diligencia un reconocimiento minucioso de ese hombre que se le hacía conocido, pero al éste ir acercándose, cruzando de forma acelerada el salón donde los clientes confundían a la rutina entre cafeína y conversaciones, era cada vez menos necesario esfuerzo alguno, era él. Una vez se encontraron de pie uno frente al otro, ante la imposibilidad de un saludo más adecuado, sus ojos se encerraron en un recíproco abrazo que significó, para ambos, más mantener la guardia y el orgullo en alto, que explotar por la nostalgia. Ninguno de los dos cedería, no sabían exactamente en qué, pero no lo harían.

Él, con los ojos fijos en los color marihuana de ella, dejó que una tenue frase escapara, la cual, con palabras de más iniciativa que de libertad, indagaba por el estado de la mujer que hacía tiempo reputaba la primera de su vida. No sabía qué deseaba oír, puesto que si a ese sencillo “¿Cómo estás?” le seguía una respuesta débil con cierto aire de inconformidad, él tendría que, por decencia, ahondar en temas que seguro le habían sido vedados desde tiempo atrás; pero si por el contrario la contestación expresaba un “muy bien, gracias”, tendría que aceptar que ella había logrado ser feliz sin necesidad de estar a su lado, mientras él no tenía la certeza de haberlo conseguido sin ella.

Ella, respondió “muy bien, gracias” mientras ocultaba su inseguridad detrás de la sonrisa que siempre supo infalible contra la incomodidad de todo cuestionamiento. Su respuesta se originó en las entrañas del orgullo que lucía, con el fin de evitar que notara como hacía pocos instantes había estado meditando acerca de su penosa situación: había llegado a la ciudad no hace mucho, sin dinero, gracias a una débil aprobación de su familia, persiguiendo el sueño de un amor juglar y con la idea de hacerse inolvidable en las tablas de algún teatro, con la esperanza de un triunfo cada día más esquivo. En el momento en que respondió esas tres palabras, dos provenientes del corazón de hierro y una salida de su sagacidad cortés, sólo pensaba en que de ninguna manera permitiría que él se adentrara hasta zonas íntimas que no estaba dispuesta a descubrirle de ninguna forma.

Él, percibió ese “gracias” al final de la respuesta, enmarcada por los lujuriosos labios de esa mujer, como una expresión de inquisición más que como reflejo de un comedido comportamiento. Temía que aunque pretendía evidenciar una despreocupada indiferencia frente a su vida, esa desde el día en que ella misma lo había dejado bajo la amenaza de esta ciudad, era más bien la vía para que fuera él quien continuara conduciendo el interrogatorio, y seguro su resolución, puesto que ella, sospechaba, no tenía ánimo de decir ni una palabra que pudiera exponer particularidad alguna de su vida. No la creía cobarde, más bien la conocía suficientemente valiente para defender su intimidad como la más brutal de las amazonas.

Ella, no quería que supiera quien era ahora ¿Él se decepcionaría? ¿Cómo explicarle su cambio de planes? ¿Cómo contarle que había preferido la felicidad del arte, que la felicidad de salvar el mundo? ¿Cómo confesarle que había descubierto lo errado de su visión del amor hermoso, único, pacífico y mágico? ¿Cómo confesarle que era ella ahora quien deseaba responder preguntas?

Él, no quería que supiera quien era ahora ¿Ella se decepcionaría? ¿Cómo explicarle su canje de sueños? ¿Cómo contarle que había preferido la felicidad del amor que la de la fama? ¿Cómo hablarle de su latente temor al dinero y al poder? ¿Cómo demostrarle su nueva visión del amor monstruoso, inmanente, radical y sagrado? ¿Cómo confesarle que era él quien había renunciado a responder tanto y preguntar tan poco?

Ella, mientras buscaba la forma de ofrecerle algún producto, según el procedimiento adecuado para un cliente ordinario, no podía evitar que los recuerdos delicadamente se fueran desempolvando. Las diferentes ofertas de café se trocaron con imágenes del pasado que evocaban sueños idealistas de un novio que, confiado en enarbolar las mejores intenciones en lo alto, creía poder salvar el mundo a través de la política. Ella sólo quería venderle algo lo más rápido posible, deseaba bloquearle toda posibilidad a la conversación, lo último que esperaba era tener que confesarle que en el fondo siempre sospechó que en sus divulgados sueños, los de él, la vanidad se escondía vistiendo en ostentosa forma el disfraz de la solidaridad.

Él, aún sabiendo que un par de personas se habían unido a la fila en espera de su turno, decidió tomarse su tiempo para intentar descubrir en los ojos de ella si aún era la niña celosa que le temía a la soledad. Pero por lo contrario, mientras indagaba por sus temores, esos que creía conocer, recordó fue el día en el que ella decidió no enamorarse ante la inclemencia de la distancia, el día en el que optó por una vida inmune a la decepción. Sospechaba que, puesto que se hizo fuerte a su costa, lo había dejado porque en algún punto ya no lo necesitó más.

Ella, veía en el fondo de los ojos de él, esa misma incertidumbre que rondó su rostro el día que decidió no continuar con esa locura de amor desesperanzado, huérfano de futuro, en el que se habían sumido ambos. Percibió que su incertidumbre seguía acompañada de la incomprensión que no sólo nunca le permitió entender las razones del final, sino que sustentó su terca razón para no aceptar nunca sus deseos de dejarlo.

- Me das por favor un granizado de café – Ordenó él con menos deseos de café que de abalanzarse para abrazarla.

- Claro. Son cuatro mil pesos –

Él, mientras consultaba el fondo de su bolsillo en busca de los dos billetes que habrían de pagar de manera exacta su pedido, por su mente sólo pasaba la imagen del primer beso: Recostados en un sofá ajeno, su cabeza en el regazo de ella, sus labios apuntando al cielo, y los de ella uniéndose al encuentro que sellaría el comienzo de un agraciado amor para entonces.

Ella, fijó su mirada en el bolsillo de su cliente esperando que pagara cuanto antes y de la misma forma se perdiera de su vista. Sabía que vendría una frase de esas a las que, ante el desespero, él acostumbraba acudir. Palabras que, violentando la inercia de los sentimientos, se constituían como el último de los recursos cuando sabía que poco quedaba para salvar al amor del hambre del olvido. No quería matarle sus deseos de nuevo ante sus ojos, pero más por no tener que volver a recoger el reguero de emociones que dejaba la apertura de ambos corazones. Optó por la disciplina de la razón antes que por la rebeldía de los sentimientos.

Él, encontró los cuatro mil, los extrajo bruscamente de su pantalón, y, no sin antes darles un último vistazo para cerciorarse del valor, con movimientos lentos extendió su mano por encima del mostrador. Ella la alcanzó y sus dedos se rozaron a tan sólo cuatro mil pesos de distancia. Mirando el entrecejo de la mujer, sin repasar sus ojos por temor a desnudarle el alma, le ordenó: - Ven conmigo, porque la muerte quiere encontrarnos juntos –

- Pero es tarde, el sentimiento se ha perdido – exclamó ella mientras era su mirada la que en el suelo se extraviaba.

- ¿No queda esperanza? –

- La esperanza es lo último que se pierde – respondió con cruel ironía.

- Sí claro. Es lo último que se pierde, porque cuando se pierde ya todo lo ha hecho perder – Afirmó confiado en que ella conocía que sus palabras no todo lo decían, pues más hablaban el nostálgico pasado y el supuesto pero sospechoso presente. Dio media vuelta con el ánimo de abandonar el lugar. A pesar de que sus piernas torpemente se movían, su huida no podía esperar, pero ya no se fugaba del tiempo escaso como todos los días lo creía hacer, sino que su amada a partir de ese momento pasaba a ser el fantasma al que más habría de temer.

- ¡Ey señor! ¿Y su café? – gritó ella.

- Muchas gracias señorita, pero es tarde –
BOGOTÁ DC. ABRIL/MAYO/JUNIO. 2008

domingo, 1 de junio de 2008

LA VIOLENCIA DEL ARTE

“Hay una verdad elemental relacionada con todas las iniciativas y los actos creativos, cuya ignorancia mata las ideas y los planes más espléndidos: en el momento en el que uno definitivamente se compromete, la Providencia también se moviliza (…) La osadía trae consigo el genio, el poder y la magia”
Johann Wolfgang von Goethe

Con esta frase comenzó Anne Bogart su artículo titulado “Violencia” en una de las últimas ediciones de EL MALPENSANTE. Quiero reseñar algunas de sus palabras para más que hacer una exaltación a la violencia, hacer una denuncia por la injusticia a la que la somete la posmodernidad. No lo hago sólo por ser una de las directoras de teatro más influyentes en la actualidad, sino por haber percibido en su escrito la que un tal Goffman ya había descubierto hace algún tiempo: la vida es un teatro, y el teatro la vida.

Este arte (el teatro, la vida), como otros es donde se constata la necesidad de la violencia en todo acto creativo; donde se destaca que toda decisión debe ser una crueldad, una determinación insistente; y donde el éxito surge de la expresión que traspasa lo ordinario a pesar de las limitaciones. La función del arte es despertar lo que duerme, como bien lo diría Shklovsky, y en este sentido fue que Picasso insertó su consigna de que la creatividad habrá de ser sobretodo un acto de destrucción, donde la violencia es la primera pincelada y todo lo que sigue se centra en adecuar lo hecho. Es la violencia del arte.

El teatro, el arte, la violencia, le hablan a la humanidad, pero parecen comunicarse en un lenguaje distorsionado por el caos de significados en el que se sume esta era. Hablan de una violencia necesaria que aunque parece limitar la libertad y cerrar las opciones, lo que hace es abrir a su vez más posibilidades y exigir por su parte un sentido más profundo de libertad. Pero el mundo ha preferido otorgarle a la violencia el papel de “terrorista” donde de forma estúpida se encasilla en explosiones, muertes, disparos, papas bomba, megáfonos y marchas. ¿Es que acaso Gandhi no murió todavía convencido de que su revolución había sido de verdad no-violenta siendo quizás la más cruel del siglo XX? Un acto de destrucción hermoso, sin disparar un fusil, pero indiscutiblemente violento contra la indefensa y armada guardia inglesa.

Esta violencia del arte, la de Gandhi, la de Picasso e incluso la de Jesús, ha abandonado la universidad, poco se sabe si es porque los estudiantes han creído en serio que la violencia es únicamente la de las FARC o la de Al Qaeda; o si es que definitivamente se han sumido en la inercia absoluta de la posmodernidad, donde todo se vale pero nada vale la pena al mismo tiempo; o si es que en realidad aún esperan que todos los cambios son posibles por vía de las instituciones, esas mismas que se sustentan mediante la violencia, sólo que a esa la hemos llamado legítima.

¿Se olvida que todo sistema se conserva por medio de la violencia? Como lo denunció Walter Benjamín, toda institución de Derecho se corrompe si desaparece de su consciencia la presencia latente de la violencia, siendo evidente además que ningún sistema de Derecho logra sostenerse allí donde la violencia no es aplicada por sus instancias, y no es tanto por los fines que ésta aspira alcanzar sino por su simple existencia fuera de aquél. La aprobación de la violencia de Derecho es simple cuestión de legitimidad, valor que se le aplica por el desarrollo formal de un proceso democrático, al extremo de creer que toda violencia legítima conduce a fines justos por su simple vocación democrática.

Es deplorable que los estudiantes tengan que renunciar a la violencia, cuando ésta es la que día a día se encuentra en las aulas: la violencia de las decisiones arbitrarias, que señala personas y condena posiciones, que discrimina seres, y que de forma discrecional, oculta teorías, encubre verdades, y manipula la historia. Es una insolencia que aún siendo más sensato que los estudiantes se comprometan con su posición, con determinación insistente, es decir con crueldad, algunos sigan promoviendo unas “vías de paz”, que pretenden hacer coincidir con las institucionales, para más que promover el debate abierto, que de forma inocente consideran pacífico, lo hacen para acaparar la violencia en uno solo de los lados, del suyo, y muchas veces del de la legítima injusticia. Es natural que una de las partes pretenda conservarse mediante la violencia, pero es cómodo hacerlo mientras ésta se muestra como maligna cuando es el contradictor quien busca un acto de destrucción y creativo.

En la universidad, obviamente como partícipes de este mundo y de esta era, hemos dado un paso al costado al momento de tomar el desafío de la violencia del arte. Hemos olvidado que si no se asume el riesgo no hay progreso ni aventuras. Hacemos como si desconociéramos que permanecer en silencio, evitar toda violencia, toda creación, disminuye el riesgo del fracaso al tiempo que impide la posibilidad de avanzar hacia nuestras decisiones. Preferimos dejar el monopolio de toda violencia a los terroristas, y al Estado por supuesto, para esperar que la democracia, otra escultura surgida de la más feroz violencia, ofrezca todas las respuestas.

Desconozco qué tan acertados sean los pasos de la humanidad en este sentido, pero es claro que la violencia del arte significa decidir, participar, comprometerse, aceptar la muerte. Simboliza un desacuerdo que habrá de revelar las verdades de la condición humana, puesto que éstas son la tensión de los opuestos. Comprometerse con una alternativa genera una acción violenta, lo que describe Bogart como la sensación de saltar de un trampolín muy alto: “La sensación es violenta porque la determinación es una agresión contra la naturaleza y la inercia”. La violencia es legítima y necesaria en el acto creativo. Decidir es un acto de violencia, y sin duda la determinación y la crueldad deben formar parte del proceso.

La violencia, así como se demuestra en la del arte, son las alas de los sueños, el compromiso con las decisiones, la magia de la creación y la vida en el amor ¿Porqué temerle al riesgo de tomar las banderas de la crueldad del cambio? Evitar la confrontación, es andar sordos el camino de una posición fundada en la terquedad de la violencia conservadora más que en las verdades provenientes de la violencia del conflicto y del encuentro cruel de las ideas. El terrorismo fue el mayor invento de las posmodernidad para satanizar la violencia, la misión ahora es reivindicar que hay una determinación y una violencia, por fuera de esa que algunos “revolucionarios” lograron desfigurar, que desestabilizan y traen consigo la belleza y la mutación del estado inerte.

La creación es una catástrofe para el ambiente, donde todo surge por un acto que sólo debe asumirse y seguirse por virtud del amor, el mayor acto de extrema violencia, en el que uno se compromete con una idea por sobre todas las cosas. El arte es violencia, la violencia es cruel, y cruel el amor habrá de ser en la insistencia por la creación y el cambio. Alguien sí lo había dicho: “después del amor ya nada es igual”.
BOGOTÁ DC. MAYO. 2008
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. II Trimestre 2008. Bogotá DC)

martes, 1 de abril de 2008

HUIDA O VIDA (SEGUNDA ESCENA)

“Yo quiero estudiar Derecho porque quiero cambiar la realidad injusta de mi país”.
Helena

Concluyó con esta sentencia que, como ya lo había aceptado, fue un choque eléctrico directo a mi corazón. En ese instante, una vez lo dijo, observando sus ojos marrones, la palabra Amor monopolizó mis sentimientos, pero más que aquel que le había prodigado a ella durante tanto tiempo en silencio, fue el recuerdo de unas letras de Amor que alguna vez había leído y que sentenciaban que “los amantes vulgares, incapaces de amar de verdad, suelen revestirse de una frialdad calculista. No brota de su boca sino aquello que conviene a sus propósitos. Los amantes superiores, en cambio, dan rienda suelta a su sinceridad y de sus labios surgen cosas del más humillante ridículo”.

He cursado mi carrera despotricando de lo que creía era el objeto sobre el cual recaía toda mi inconformidad, he hablado de un Derecho que antes que promover el cambio social lo sustenta. Todas las mañanas la luz del día trae consigo la pesadilla de pensar, como diría mi paisano Alzate Avendaño, que voy a morir leguyelo con el alma prendida de un inciso. Nunca me ha dejado de impresionar la idea de un futuro donde tan sólo el Derecho me habrá brindado nada más que riqueza. Sin embargo, en ese momento, bajo el escrutinio de lo que yo creí erróneamente una mirada inocente tuve que volver atrás, y sus palabras hicieron que me estrellase de frente con el sueño olvidado y los deseos empolvados de un joven manizaleño de 18 años que había llegado a Bogotá, nada más y nada menos que a cambiar el mundo. Un sueño que indicaba que mi principio primigenio se había borrado de mi memoria, que se me había pasado todos los días preguntarme por mi vida, que se me había olvidado evaluar mis pasos en cada una de mis experiencias y acciones. Unos deseos que me recordaban que más que al Derecho, a la vida, la que muy en el fondo consideramos como la nuestra verdadera, hay que amarla como sólo aman los amantes superiores y no como los vulgares aman calculando sus propósitos y beneficios.

Comprendí que si Helena está a punto de tomar quizás la decisión más importante de su vida, fundada en una idea de Derecho distinta a la mía, no significa que ella esté en un error fruto de su ingenuidad o de su inocencia jurídica, sino que yo he dejado de reconocer que existe un Derecho mucho más trascendente que las leyes y las palabras de mis maestros. Más allá sí existe otro Derecho, pero al que sólo se puede acceder cuestionando la vida que llevamos, pagando con sinceridad y humillación.

Ese día, frente a quien para mí es la mayor expresión de amor, Helena, cedí ante sus ojos marrones, para aceptar que mi error es evidente. Con su mano derecha tomó mi mano izquierda con inmensa suavidad, al tiempo que acariciaba mi rostro de la forma como las mujeres suelen sustituir las palabras derrochadas por los hombres en los instantes de cariño. A medida que sus dedos increpaban mi piel fui vislumbrando sus palabras sin voz. Sus caricias decían que mi primer grito de inconformidad debía ser contra la vida, para que la crítica contra el Derecho no fuera ciega; afirmaban que me enamoraría del Derecho el día que fuera capaz de morir por él, y no cuando éste muriera por mí; decían que me olvidara de ella, y saliera a enamorarme de la vida que deseaba; confesaban que ella no me amaba. Recordé que mi inconformidad antes que con el Derecho, es con la vida misma. Ahora empiezo de nuevo: ¿Es esta la vida que deseo? ¿Es éste el Derecho por el que estoy dispuesto a morir? ¿Es el que amo?
BOGOTÁ DC. MARZO. 2008
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. I Trimestre 2008. Bogotá DC)

martes, 5 de febrero de 2008

AUTORRETRATO POLÍTICO

Compatriotas:

Algunos que odian mi forma de ser, no saben que simplemente soy un hombre de patria. Otros que denigran de mi familia, no creen que soy hijo de los criollos puros que le regalaron su sangre a la nación y a la bandera, pues no sólo llevo los apellidos Reyes y Uribe, sino que hace poco me enteré que López Pumarejo y Laureano Gómez son tíos lejanos de mi padre.

Algunos que me acusan de ser un pichón de politiquero, no aceptan que vivo convencido que la democracia es la mayor gloria de la humanidad y sobretodo el reflejo fiel de las naciones desarrolladas. Otros que han llegado a difamar que nunca pasé del prólogo del Capital en mis épocas de comunista, no vieron como defendí la “revolución o muerte” con la cabeza en alto y con una hoz en la mano, cuando ya era Comandante en quinto de primaria.

Algunos que dicen que soy yo quien llega al tema político sin importar por donde empezó la conversación, no se dan cuenta que la razón de que la política me persiga donde sea y con quien sea, es mi humilde intención de resolver las inquietudes de la gente. Otros que detestan que les descubra su tendencia política a partir de la forma de vestir, del canal preferido, de las bebidas que ingieren y de su cantante favorito, no entienden que lo logro es partiendo de un certero estudio de sus gustos literarios, filosóficos y jurídicos.

Algunos que me han tildado de vanidoso por el simple hecho de blanquearme los dientes con recurrencia, no perciben que se equivocan, pues no es mi culpa que el pueblo prefiera los candidatos sonrientes en los afiches. Otros que se desconciertan con mi oposición a que me tomen fotografías, no comprenden que esas fotos son susceptibles de salir en las enciclopedias del futuro, y por tanto no pueden ser objeto de observación de cualquier Facebook u otro espacio virtual que se le parezca.

Algunos que les desagrada que ande indagando por la filiación y los cargos que tienen, o han tenido, los familiares de todos los que conozco, no saben que sólo quiero hacer buenos amigos para colaborarnos de manera mutua en el futuro. Otros que me culpan de no conocer la realidad política más allá de lo que comenta la editorial de El Tiempo y la W, no reconocen que la familia Santos y Julito también son grandes hombres de la patria.

Algunos que se ríen al verme caminar cada día con un libro distinto bajo el brazo, no advierten que los hombres de ideas somos eficientes en la lectura y no perdemos tiempo con la argumentación secundaria de los autores. Otros que señalan que yo no saludo amigos sino votos, no pueden ocultar su oposición en mi contra al ver como conformo anticipadamente mi movimiento de juventudes.

Algunos que mancillan mi nombre al confesar que ando repartiendo los puestos de mi gobierno en el salón, no son nada distinto que terroristas que violentan el Estado Social de Derecho articulando una persecución contra mí. Otros que me acusan de carecer de ideología por comenzar el día en el Polo y terminarlo enamorado de Franco, no intuyen que para mí los partidos no existen, porque el mío es la Política, esa misma que sólo es para los vivos y no para los ignorantes y débiles de fe.
BOGOTÁ DC. NOVIEMBRE. 2007
(REVISTA POLITIZARTE. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. I Semestre 2008. Bogotá DC.)

domingo, 20 de enero de 2008

UNA OFENSA POR COBRAR

Sentado la observaba, pero con precaución de no ir a pasar por alto alguno de los puntos de su cuerpo que me hacen temblar las piernas. Ella continuaba de pie al frente de este torpe enamorado que había agotado sus estrategias. Esperaba que su deseo de no sentarse a mi lado se debiera al temor de caer en mi locura de amor, pero sospechaba que más bien era por evitar el desagrado de herirme una vez más.

Sin abandonar su posición, erguida al frente del sillón en el que me encontraba, clavó en mis ojos una tierna mirada, la cual, inconforme con su brillo particular se dejó acompañar por unas débiles lágrimas que se negaban a abandonar el marco de sus ojos.
Enseguida comenzó a acariciar mi rostro con su mano derecha, y recorriendo mi piel con sus delicados dedos, de su boca, por medio de su atractiva voz, salió un tenue “perdóname”. Seguro el amor es capaz de borrar de la memoria los agravios de quien se ama, porque debo admitir que en ese instante no vislumbré la razón de su ruego. Quizás pararme y abrazarla fue lo que más deseé, pero su mirada, sus caricias y esa palabra, señalaron que no era momento de cursilerías de cariño.

De inmediato no hubo respuesta de mi parte, pero más que por el desconcierto, fue por no lograr recordar la ofensa, y vale advertir que sin ésta, un “te perdono” sería una mentira y un “no te perdono” una injusticia…

(Una semana después)

- ¿No crees que algo está mal? - Le pregunté sin mucho ánimo de conocer la respuesta. Ella sin mirarme a los ojos siquiera, respondió - No sé ¿Usted qué cree? -

Adelantándome al veneno de sus palabras, con la voz entrecortada a raíz de la rabia que traía consigo la memoria de los tres días anteriores, le recordé - Pues has dejado de sonreír, parece como si ya no te gustara estar conmigo, para tus oídos mi voz dejó de existir y no me miras a los ojos cuando hablas – Ya para finalizar, más con el deseo de conmoverla que de herirla, exclamé arrastrando lentamente las palabras – Parece que los abrazos ya no me los das sino que me los pagas –

Transcurrieron algunos segundos, los suficientes para que cierto arrepentimiento rondara mi cabeza, y para que la idea de haber sido demasiado rudo con ella me llevara a hacer otra pregunta - ¿No crees que deberíamos rescatar esto? –

- Ya no hay nada que salvar – dijo manteniendo su mirada fija en el suelo.

- Entonces prefieres que me vaya –

- No quiero estar con usted –

- Pero porqué. Es injusto. No merezco esto – elevé el volumen de mi voz.

- Porque esta semana me he dado cuenta que usted no me quiere – respondió sin inmutarse.

Ya vencido, mientras los sentimientos se estrellaban entre sí, al tiempo que los pensamientos se desordenaban para aniquilar los argumentos, sólo logré decirle: “Lástima tenerme que llevar todo este amor conmigo”. Di media vuelta, a mi espalda la fui dejando y ella se fue quedando. Dudar de mis sentimientos había sido el peor de sus insultos, pero el coraje fue mayor cuando, no habiendo recorrido más de veinte pasos, entendí que no sólo no podía odiarla, sino que ya la había perdonado, no tanto por amor, más bien porque ella me debía una ofensa.

(Una semana antes)

… Confieso que, pasados no sé cuántos segundos, preferí la mentira, pero antes de responder, mientras no respondía, no recordé que el amor si bien en la paz se vive, en la guerra se reconoce su significado.
BOGOTÁ DC. ENERO. 2008

VENTANA EN EL TIEMPO

Esos enormes ojos, los más grandes que había visto, escondidos tras un mechón dorado, una vez más lo observaron de la forma como lo habían hecho aquellos días en que ella le truncaba la ilusión de tenerla.

- Es mejor que no regreses – dijo la mujer tratando de retener las lágrimas y procurando no demostrar la tristeza que sentía.

- Volveré – respondió Primero Vernaza mientras la miraba.

Ella, apoyando sus codos en el marco rojo de la única ventana de su casa y sosteniendo su cabeza con ambas manos, replicó con la firme intención de cerrar no sólo la conversación; también su ventana; también su corazón.

- Sólo hay una razón para tu regreso. Seguramente una vez que nazca te extrañará mucho más de lo que yo te habré extrañado –

- ¿Nunca podrás perdonarme? – Preguntó él en tono de suplica.

Antes de responder, lo miró como sólo lo logran hacer las mujeres que buscan recomponer su dignidad. Tomó las compuertas en señal de cerrar la ventana y respondió.

– Quizás te llegue a perdonar algún día en que el corazón destrozado se encuentre de ese lado de la ventana. – Seguido a su sentencia se posó en el aire un silencio melancólico que sólo se interrumpió con el sonido propio de una ventana roja al cerrarse.

Primero no quería comprender lo ocurrido. Al final, aunque el remordimiento obstruía las palabras, pudo gritarle.

- ¡VOLVERÉ! -
*****
Esa mañana, Segundo Vernaza, uno de esos niños que tienen el mismo color de piel de un padre que poco conocen, aún sentía los estragos que el alcohol había dejado en su cuerpo. Los reclamos de su madre no habrían de esperar y seguramente el castigo no podría evitar. A pesar de que presentía las consecuencias de su error, sabía que debía ir a la casa de enfrente para ver la niña del pelo dorado, una de esas que suelen llevar con orgullo la misma cabellera de su madre. No entendía claramente como había podido hacer eso la noche anterior, pero en el fondo conservaba la tranquilidad propia de quien ha expuesto los sentimientos más reservados del alma.

Al llegar al frente de la ventana roja, de la cual ella siempre salía a saludarlo todas las mañanas, sintió como el miedo debilitaba sus piernas. No sabía cuál sería la reacción de la niña al verlo de nuevo parado en la acera, como todos los días. ¿Podría seguir todo normal después de la noche anterior?
Más por la curiosidad que por el deseo decidió tocar a su ventana y llamarla por su nombre, pero en menos tiempo del que necesitaba para preparar sus palabras, la cabellera dorada se descubrió bajo el marco rojo.

- Sólo quería saludarte antes de irme para el colegio – Fue lo primero que pudo pronunciar, sin ser conciente que era lo que todas las mañanas le decía.

- No sé cómo puedes venir después de lo que me hiciste. – respondió ella con voz tierna pero con el rostro serio. – Tienes mucha suerte porque mi mamá no está. Si te viera aquí tendrías que correr. ¿No te da pena? –

- Pero no entiendo porque les pareció tan horrible lo de anoche. Yo sólo quería hacer algo bonito contigo. ¿Acaso no es eso lo que hacen los novios? – inquirió él con el deseo de encontrar alguna explicación.

- Nosotros no somos novios –

- Pero ayer me dijiste que sí – reclamó Segundo levantando la voz.

- Pues yo no me acuerdo – dijo ella con un tono fuerte extraño a su apariencia.
- De todas formas lo de anoche no debió haber pasado. No está bien que una niña de diez años y un niño de once estén haciendo eso -

- Pero si a mi mamá le encanta cuando mi papá le trae serenatas, no entiendo porqué a ti no te gustó – exclamó él cuando ya algunas lágrimas empezaban a brotar de sus ojos.

- No sé si me gustó… pero igual no estuvo bien –

- Bueno. Pero no te pongas brava conmigo – rogó en búsqueda de perdón.

- Es mejor que no regreses – dijo la niña antes de cerrar su ventana roja de manera obstinada.

Segundo no quería comprender lo ocurrido. Al final, aunque su corazón destrozado obstruía las palabras, pudo gritarle.

- ¡VOLVERÉ! -
*****
A pesar de presentir las consecuencias de mi error, sé que debía venir a la casa de enfrente para ver la niña del pelo dorado.

Esos enormes ojos, los más grandes que he visto, escondidos tras un mechón dorado, una vez más me observan de la misma forma como lo hacían aquellos días en que ella me truncaba la ilusión de tenerla.

- Aún no comprendo porqué me estás dejando – Es lo que digo con el fin de poder escudriñar sus sentimientos en busca de misericordia.

Ella, apoya sus codos en el marco rojo de la única ventana de su casa y sosteniendo su cabeza con ambas manos, me replica con la firme intención de cerrar no sólo la conversación; también su ventana; también su corazón.

- Tercero, es mejor que no te vuelva a ver. Tienes que entender que decidí no seguir tu camino. Simplemente quiero ser feliz al lado de quien yo decidí amar. –

Siento que muero, siento la angustia de quienes mueren con las ilusiones postergadas. Deseo el llanto, pero como nadie me ha enseñado a vivir muerto, descubro que los muertos, ni siquiera en vida, tenemos la posibilidad de acompañarnos con nuestras lágrimas.

Yo no quiero comprender lo ocurrido. Al final, aunque mi corazón destrozado obstruye mis palabras, le grito.

- ¡VOLVERÉ! –
*****
- Quizás te llegue a perdonar algún día en que estos enormes ojos, los más grandes que has visto, observen un corazón destrozado a ese lado de mi ventana de la misma forma como lo hicieron aquellos días en que te truncaba la ilusión de tenerme, – sentenciará la niña del pelo dorado con el corazón de Cuarto Vernaza en su mano, al tiempo que él guardará los ojos de ella en su bolsillo.

Seguido a la sentencia se posará en el aire un silencio melancólico que sólo se interrumpirá con el sonido propio de una ventana roja al cerrarse.
BOGOTÁ DC. MAYO/AGOSTO. 2007