“Hay una verdad elemental relacionada con todas las iniciativas y los actos creativos, cuya ignorancia mata las ideas y los planes más espléndidos: en el momento en el que uno definitivamente se compromete, la Providencia también se moviliza (…) La osadía trae consigo el genio, el poder y la magia”
Johann Wolfgang von Goethe
Con esta frase comenzó Anne Bogart su artículo titulado “Violencia” en una de las últimas ediciones de EL MALPENSANTE. Quiero reseñar algunas de sus palabras para más que hacer una exaltación a la violencia, hacer una denuncia por la injusticia a la que la somete la posmodernidad. No lo hago sólo por ser una de las directoras de teatro más influyentes en la actualidad, sino por haber percibido en su escrito la que un tal Goffman ya había descubierto hace algún tiempo: la vida es un teatro, y el teatro la vida.
Este arte (el teatro, la vida), como otros es donde se constata la necesidad de la violencia en todo acto creativo; donde se destaca que toda decisión debe ser una crueldad, una determinación insistente; y donde el éxito surge de la expresión que traspasa lo ordinario a pesar de las limitaciones. La función del arte es despertar lo que duerme, como bien lo diría Shklovsky, y en este sentido fue que Picasso insertó su consigna de que la creatividad habrá de ser sobretodo un acto de destrucción, donde la violencia es la primera pincelada y todo lo que sigue se centra en adecuar lo hecho. Es la violencia del arte.
El teatro, el arte, la violencia, le hablan a la humanidad, pero parecen comunicarse en un lenguaje distorsionado por el caos de significados en el que se sume esta era. Hablan de una violencia necesaria que aunque parece limitar la libertad y cerrar las opciones, lo que hace es abrir a su vez más posibilidades y exigir por su parte un sentido más profundo de libertad. Pero el mundo ha preferido otorgarle a la violencia el papel de “terrorista” donde de forma estúpida se encasilla en explosiones, muertes, disparos, papas bomba, megáfonos y marchas. ¿Es que acaso Gandhi no murió todavía convencido de que su revolución había sido de verdad no-violenta siendo quizás la más cruel del siglo XX? Un acto de destrucción hermoso, sin disparar un fusil, pero indiscutiblemente violento contra la indefensa y armada guardia inglesa.
Esta violencia del arte, la de Gandhi, la de Picasso e incluso la de Jesús, ha abandonado la universidad, poco se sabe si es porque los estudiantes han creído en serio que la violencia es únicamente la de las FARC o la de Al Qaeda; o si es que definitivamente se han sumido en la inercia absoluta de la posmodernidad, donde todo se vale pero nada vale la pena al mismo tiempo; o si es que en realidad aún esperan que todos los cambios son posibles por vía de las instituciones, esas mismas que se sustentan mediante la violencia, sólo que a esa la hemos llamado legítima.
¿Se olvida que todo sistema se conserva por medio de la violencia? Como lo denunció Walter Benjamín, toda institución de Derecho se corrompe si desaparece de su consciencia la presencia latente de la violencia, siendo evidente además que ningún sistema de Derecho logra sostenerse allí donde la violencia no es aplicada por sus instancias, y no es tanto por los fines que ésta aspira alcanzar sino por su simple existencia fuera de aquél. La aprobación de la violencia de Derecho es simple cuestión de legitimidad, valor que se le aplica por el desarrollo formal de un proceso democrático, al extremo de creer que toda violencia legítima conduce a fines justos por su simple vocación democrática.
Es deplorable que los estudiantes tengan que renunciar a la violencia, cuando ésta es la que día a día se encuentra en las aulas: la violencia de las decisiones arbitrarias, que señala personas y condena posiciones, que discrimina seres, y que de forma discrecional, oculta teorías, encubre verdades, y manipula la historia. Es una insolencia que aún siendo más sensato que los estudiantes se comprometan con su posición, con determinación insistente, es decir con crueldad, algunos sigan promoviendo unas “vías de paz”, que pretenden hacer coincidir con las institucionales, para más que promover el debate abierto, que de forma inocente consideran pacífico, lo hacen para acaparar la violencia en uno solo de los lados, del suyo, y muchas veces del de la legítima injusticia. Es natural que una de las partes pretenda conservarse mediante la violencia, pero es cómodo hacerlo mientras ésta se muestra como maligna cuando es el contradictor quien busca un acto de destrucción y creativo.
En la universidad, obviamente como partícipes de este mundo y de esta era, hemos dado un paso al costado al momento de tomar el desafío de la violencia del arte. Hemos olvidado que si no se asume el riesgo no hay progreso ni aventuras. Hacemos como si desconociéramos que permanecer en silencio, evitar toda violencia, toda creación, disminuye el riesgo del fracaso al tiempo que impide la posibilidad de avanzar hacia nuestras decisiones. Preferimos dejar el monopolio de toda violencia a los terroristas, y al Estado por supuesto, para esperar que la democracia, otra escultura surgida de la más feroz violencia, ofrezca todas las respuestas.
Desconozco qué tan acertados sean los pasos de la humanidad en este sentido, pero es claro que la violencia del arte significa decidir, participar, comprometerse, aceptar la muerte. Simboliza un desacuerdo que habrá de revelar las verdades de la condición humana, puesto que éstas son la tensión de los opuestos. Comprometerse con una alternativa genera una acción violenta, lo que describe Bogart como la sensación de saltar de un trampolín muy alto: “La sensación es violenta porque la determinación es una agresión contra la naturaleza y la inercia”. La violencia es legítima y necesaria en el acto creativo. Decidir es un acto de violencia, y sin duda la determinación y la crueldad deben formar parte del proceso.
La violencia, así como se demuestra en la del arte, son las alas de los sueños, el compromiso con las decisiones, la magia de la creación y la vida en el amor ¿Porqué temerle al riesgo de tomar las banderas de la crueldad del cambio? Evitar la confrontación, es andar sordos el camino de una posición fundada en la terquedad de la violencia conservadora más que en las verdades provenientes de la violencia del conflicto y del encuentro cruel de las ideas. El terrorismo fue el mayor invento de las posmodernidad para satanizar la violencia, la misión ahora es reivindicar que hay una determinación y una violencia, por fuera de esa que algunos “revolucionarios” lograron desfigurar, que desestabilizan y traen consigo la belleza y la mutación del estado inerte.
La creación es una catástrofe para el ambiente, donde todo surge por un acto que sólo debe asumirse y seguirse por virtud del amor, el mayor acto de extrema violencia, en el que uno se compromete con una idea por sobre todas las cosas. El arte es violencia, la violencia es cruel, y cruel el amor habrá de ser en la insistencia por la creación y el cambio. Alguien sí lo había dicho: “después del amor ya nada es igual”.
Johann Wolfgang von Goethe
Con esta frase comenzó Anne Bogart su artículo titulado “Violencia” en una de las últimas ediciones de EL MALPENSANTE. Quiero reseñar algunas de sus palabras para más que hacer una exaltación a la violencia, hacer una denuncia por la injusticia a la que la somete la posmodernidad. No lo hago sólo por ser una de las directoras de teatro más influyentes en la actualidad, sino por haber percibido en su escrito la que un tal Goffman ya había descubierto hace algún tiempo: la vida es un teatro, y el teatro la vida.
Este arte (el teatro, la vida), como otros es donde se constata la necesidad de la violencia en todo acto creativo; donde se destaca que toda decisión debe ser una crueldad, una determinación insistente; y donde el éxito surge de la expresión que traspasa lo ordinario a pesar de las limitaciones. La función del arte es despertar lo que duerme, como bien lo diría Shklovsky, y en este sentido fue que Picasso insertó su consigna de que la creatividad habrá de ser sobretodo un acto de destrucción, donde la violencia es la primera pincelada y todo lo que sigue se centra en adecuar lo hecho. Es la violencia del arte.
El teatro, el arte, la violencia, le hablan a la humanidad, pero parecen comunicarse en un lenguaje distorsionado por el caos de significados en el que se sume esta era. Hablan de una violencia necesaria que aunque parece limitar la libertad y cerrar las opciones, lo que hace es abrir a su vez más posibilidades y exigir por su parte un sentido más profundo de libertad. Pero el mundo ha preferido otorgarle a la violencia el papel de “terrorista” donde de forma estúpida se encasilla en explosiones, muertes, disparos, papas bomba, megáfonos y marchas. ¿Es que acaso Gandhi no murió todavía convencido de que su revolución había sido de verdad no-violenta siendo quizás la más cruel del siglo XX? Un acto de destrucción hermoso, sin disparar un fusil, pero indiscutiblemente violento contra la indefensa y armada guardia inglesa.
Esta violencia del arte, la de Gandhi, la de Picasso e incluso la de Jesús, ha abandonado la universidad, poco se sabe si es porque los estudiantes han creído en serio que la violencia es únicamente la de las FARC o la de Al Qaeda; o si es que definitivamente se han sumido en la inercia absoluta de la posmodernidad, donde todo se vale pero nada vale la pena al mismo tiempo; o si es que en realidad aún esperan que todos los cambios son posibles por vía de las instituciones, esas mismas que se sustentan mediante la violencia, sólo que a esa la hemos llamado legítima.
¿Se olvida que todo sistema se conserva por medio de la violencia? Como lo denunció Walter Benjamín, toda institución de Derecho se corrompe si desaparece de su consciencia la presencia latente de la violencia, siendo evidente además que ningún sistema de Derecho logra sostenerse allí donde la violencia no es aplicada por sus instancias, y no es tanto por los fines que ésta aspira alcanzar sino por su simple existencia fuera de aquél. La aprobación de la violencia de Derecho es simple cuestión de legitimidad, valor que se le aplica por el desarrollo formal de un proceso democrático, al extremo de creer que toda violencia legítima conduce a fines justos por su simple vocación democrática.
Es deplorable que los estudiantes tengan que renunciar a la violencia, cuando ésta es la que día a día se encuentra en las aulas: la violencia de las decisiones arbitrarias, que señala personas y condena posiciones, que discrimina seres, y que de forma discrecional, oculta teorías, encubre verdades, y manipula la historia. Es una insolencia que aún siendo más sensato que los estudiantes se comprometan con su posición, con determinación insistente, es decir con crueldad, algunos sigan promoviendo unas “vías de paz”, que pretenden hacer coincidir con las institucionales, para más que promover el debate abierto, que de forma inocente consideran pacífico, lo hacen para acaparar la violencia en uno solo de los lados, del suyo, y muchas veces del de la legítima injusticia. Es natural que una de las partes pretenda conservarse mediante la violencia, pero es cómodo hacerlo mientras ésta se muestra como maligna cuando es el contradictor quien busca un acto de destrucción y creativo.
En la universidad, obviamente como partícipes de este mundo y de esta era, hemos dado un paso al costado al momento de tomar el desafío de la violencia del arte. Hemos olvidado que si no se asume el riesgo no hay progreso ni aventuras. Hacemos como si desconociéramos que permanecer en silencio, evitar toda violencia, toda creación, disminuye el riesgo del fracaso al tiempo que impide la posibilidad de avanzar hacia nuestras decisiones. Preferimos dejar el monopolio de toda violencia a los terroristas, y al Estado por supuesto, para esperar que la democracia, otra escultura surgida de la más feroz violencia, ofrezca todas las respuestas.
Desconozco qué tan acertados sean los pasos de la humanidad en este sentido, pero es claro que la violencia del arte significa decidir, participar, comprometerse, aceptar la muerte. Simboliza un desacuerdo que habrá de revelar las verdades de la condición humana, puesto que éstas son la tensión de los opuestos. Comprometerse con una alternativa genera una acción violenta, lo que describe Bogart como la sensación de saltar de un trampolín muy alto: “La sensación es violenta porque la determinación es una agresión contra la naturaleza y la inercia”. La violencia es legítima y necesaria en el acto creativo. Decidir es un acto de violencia, y sin duda la determinación y la crueldad deben formar parte del proceso.
La violencia, así como se demuestra en la del arte, son las alas de los sueños, el compromiso con las decisiones, la magia de la creación y la vida en el amor ¿Porqué temerle al riesgo de tomar las banderas de la crueldad del cambio? Evitar la confrontación, es andar sordos el camino de una posición fundada en la terquedad de la violencia conservadora más que en las verdades provenientes de la violencia del conflicto y del encuentro cruel de las ideas. El terrorismo fue el mayor invento de las posmodernidad para satanizar la violencia, la misión ahora es reivindicar que hay una determinación y una violencia, por fuera de esa que algunos “revolucionarios” lograron desfigurar, que desestabilizan y traen consigo la belleza y la mutación del estado inerte.
La creación es una catástrofe para el ambiente, donde todo surge por un acto que sólo debe asumirse y seguirse por virtud del amor, el mayor acto de extrema violencia, en el que uno se compromete con una idea por sobre todas las cosas. El arte es violencia, la violencia es cruel, y cruel el amor habrá de ser en la insistencia por la creación y el cambio. Alguien sí lo había dicho: “después del amor ya nada es igual”.
BOGOTÁ DC. MAYO. 2008
(FORO JAVERIANO. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas. II Trimestre 2008. Bogotá DC)
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