Cuando ese miércoles las estrellas ya comenzaban a relevar el sol, él cayó a pocos metros de la puerta de su edificio. Había girado para ver quién pronunciaba su nombre y enseguida se habían desprendido del arma las muchas detonaciones, que convertidas en silbidos, se estrellaron contra su cuerpo. Los vecinos salían y gritaban de terror, sus nietos también habían llegado hasta allí persiguiendo a la abuela que venía en su auxilio. Nunca perdió la conciencia, ni siquiera ese día cuando recibió a la muerte.
En el suelo, sujetado por su esposa, con esos ojos serenos con los que Omayra días antes también había intentado aferrarse a la vida, observó una vez más ese mundo que le dolía, no en el cuerpo sino en el alma. Viéndose así, reconoció en él mismo la verdad que tanto intentó desvelar; las heridas en su cuerpo simbolizaban esa violencia que muchas veces lo amenazó, esa corrupción que denunció, esa realidad de Caldas que se resiste a desaparecer, ese “yugo que a todos nos asfixia” del cual habló (Está bravo el senador.
Aquel día él ya estaba herido antes de los disparos. Hacía años lo entristecía que la ciudadanía no hubiera tomado conciencia de que la corrupción en el departamento era causada por la complicidad de todos, o mejor, por la cobardía de todos. Le dolía recordar que su sociedad era muy buena para condenar la corrupción, pero igual de buena para darle la espalda, para no meterse y no hacer nada (Miscelánea.
Mientras su esposa impotente buscaba cómo salvarlo, él empezó a ver que el mundo caminaba con más lentitud; los segundos parecían confundirse en un mismo instante, se extendían quizás para poder despedirse, para arrepentirse antes de partir, para repasar lo vivido. No se despidió porque sospechaba que viviría en sus letras, no se arrepintió porque se fue convencido de haber dado la vida por esos otros que tanto amó; pero sí recordó: más que su vida, recordó la sociedad a la cual le regaló hasta su último aliento.
Durante años, escribió que los ilícitos había que denunciarlos antes que comentarlos con timidez en las mesas de las cantinas (Miscelánea.
Mientras “el viejo” continuaba ahí tirado, una mirada de su nieta mayor se coló entre tanto escándalo. Él la vio desde el suelo, le sostuvo la mirada con firmeza, sin pudor, sin vergüenza, con algo de coraje, pero justo cuando ese momento mágico le erizaba a ella su existencia, una vecina se la llevó de allí con sus hermanos a punta de mentiras. Hoy, esa última mirada de su abuelo la visita a ella en sueños: “mira que me están matando”, significa. Le insinúa que no se deje cegar como se ciegan a los niños en la presencia del dolor y de la muerte. Le dice que no deje de mirar, que no olvide, pero sobretodo que no tema.
Ese 20 de noviembre de 1985, murió en el hospital después de haber arribado en un taxi que él mismo ordenó pagar con su plata. No le pidió perdón a su familia por no haberles obedecido en guardar silencio, en dejar de escribir y proteger su vida; no les pidió perdón porque les había enseñado algo sublime: la opción por la verdad.
Cuentan que en la colonización de estas tierras, un tigrillo atacó a uno de los colonos obligándolo a subirse a un árbol para salvar su vida; algún Arango que allí estaba, sentenció que "el que tiene miedo se encarama". Manizales desde entonces ha vivido encaramado en sus montañas, con miedo, temiéndole a la verdad; pero Hernando Henao Vélez renunció a eso, sabía que “la conciencia es el supremo juez y allá en la intimidad no la engañamos” (Caldas, levántate y anda.
Bogotá D.C. Octubre de 2009
(Publicado en el periódico
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