Cuando abrí mis ojos allí estaba ella. Lo único que logré notar entre la confusión, fue la enceguecedora claridad de su mirada con la que repasaba mi letargo. Tardé algunos instantes en asirme a mis recuerdos, en encontrar las razones por las que parecía haber quedado abandonado a la voluntad de la noche. Evitando que la desconocida me tocara, intenté incorporarme; me levanté del frío del asfalto y me senté en el andén.
Sus ojos no se despegaron de mí, hasta me pareció que ni parpadeaba. Llevé mis manos hasta mi cara, con ellas restregué la niebla de mi mente y entre imágenes cruzadas y superpuestas comencé a ver el camino que me había traído hasta allí. Recordé que esa noche había llegado hasta el Chorro de Quevedo, solo, con la idea de inundar en cerveza mi desgracia; desde hacía días mi hija había desaparecido, apenas estaba terminando la universidad; mi búsqueda era impotente, para algunos era banal, inútil, hasta antipatriota; había ido allí a olvidarme de mí. Recordé que después de muchas botellas, que tomé en compañía de algunos desconocidos, había bajado en busca de cualquier transporte que pudiera llevarme a mi casa, cuando llegué al final del estrecho pasaje encontré un grupo de mujeres, jóvenes y ancianas, que bajo la luz de la luna danzaban en círculo, cantaban algo que no podía recordar. Después, todo era un recuerdo espeso, negro. ¿Me había quedado dormido por la cerveza? ¿Cuánto había permanecido allí? No podía ser mucho, pues la noche seguía erguida en lo alto aunque su soledad parecía ser ahora mayor. El carnaval del Chorro se había apagado notablemente, la plaza en donde había visto a las mujeres bailar estaba vacía. En ese momento sólo quedábamos ella, unas voces lejanas, el frío profundo y yo.
Levanté la mirada, noté que se había acercado. Su presencia no me perturbaba, por el contrario me asustaba que su apariencia no causara terror en mí; seguro antes de esa noche sólo su saludo me hubiera hecho temblar del pavor. Era delgada, hermosa, de pelo rubio y pálido, ojos grandes de un verde casi transparente y una piel tan blanca que dejaba al descubierto los rastros de algunas venas; vestía una blusa ancha y negra y un pantalón vinotinto. Se acercó más, acarició con suavidad mi brazo, pero la ternura con la que lo hizo no pudo esconder el frío de sus dedos. Me dijo que había venido a acompañarme, que no estaría solo y que debía ir con ella. No me atrajeron tanto sus palabras, pensé que estaba borracha, quizás trabada, pero me gustó la idea de no quedarme solo; a lo mejor ella me ayudaría a conseguir algo en qué irme.
Comenzamos a bajar por la calle hacia el occidente. Mientras iba caminando descubría que lo que yo tenía no era borrachera, tampoco era uno de esos guayabos que suelen adelantarse a la madrugada, era un estado de pesadez en el que, quizás por haber dormido un rato, me sentía mareado pero atento, con los sentidos más que en funcionamiento. Bajábamos por la calle, la observaba a cada paso, esperando que dijera algo, esperando una oportunidad para hablarle; en el fondo no sabía muy bien porqué seguía caminando al lado de ella, pero lo hacía. Cuando cruzamos la primera esquina, vi que un perro negro, grande, nos perseguía, resoplaba exhalaciones que el frío hacía visibles. Ella continuó unos metros más, incólume en su andar, yo continué fiel a su lado, el perro continuó detrás. La mujer se detuvo justo en la puerta de una de las casas, giró, se quedó mirándome con una sonrisa hermosa y justo cuando pensaba decirle algo, una voz salió a mis espaldas: “Laura, mi vida, te estaba esperando”, dijo.
Detrás de mí había otra mujer, blanca, menos bonita, con ojos de un negro profundo, de pelo rojo, opaco, no era tan flaca, pero una sombra oscura resaltaba bajo sus ojos; vestía de luto, un vestido que llegaba hasta un poco más arriba de sus tobillos. Abrazó a la mujer que me había acompañado y mientras besaba suavemente su mejilla, mientras la acariciaba, le dijo que la había extrañado. Laura, esa que minutos antes me había sonreído, seguro al ver mi confusión, nos presentó mientras compartían risitas entre ellas: me dijo que la recién llegada era Paz, que era de confianza y que sólo nos había estado esperando mientras yo despertaba. No me conmovió en nada la intempestiva compañía, eso era lo que me seguía asustando. El perro había desaparecido.
Paz dijo que estaba encantaba de conocerme, hizo énfasis en que no se podía explicar por qué yo había tardado tanto en unirme. No tuve muchas ganas de hallarle explicación a lo que decía, parecía desvariar igual que su compañera. Soltó la mano de Laura, acarició mi boca, uno de sus dedos gélidos se introdujo hasta tocar mi lengua y una vez lo sacó lo lamió mientras me miraba con cariño. Hubo un instante de silencio en el que, aunque no comprendía nada, sentí un regocijo infinito.
En segundos, del rostro de Paz emanó cierto coraje, con ceño serio me ordenó que, por ser nuevo, debía esperarlas allí mientras ellas finalizaban su labor, yo no hice ninguna objeción, hasta olvidé que quería irme a mi casa; seguía obedeciendo sin saber las razones. Con fuerza excepcional, las dos golpearon la puerta de la casa, yo pensé que definitivamente había perdido el juicio si creían que alguien les abriría a esas horas de la noche. Insistieron, sus golpes se hicieron más fuertes y más seguidos. Cuando miré hacia la parte alta de la fachada, me di cuenta que estábamos en la puerta de
Por la pequeña abertura se asomó el rostro del vigilante del lugar, les preguntó que era lo que querían, y de inmediato comenzó a gritar como si el dolor le hubiera entrado por los ojos; ellas se abalanzaron sobre la puerta, la terminaron de abrir con fuerza descomunal y en el acto derrumbaron al vigilante que quedó estampado contra el suelo. Paz lo atacó allí mismo bajo el umbral, le saltó encima como si una energía invisible hubiera explotado bajo sus pies. Sólo pude ver que lo tomó del cuello, pues su vestido largo se extendió como un telón que velaba la muerte. Igual no quise saber mucho, hasta retrocedí para evitar ver.
Cuando cesaron las patadas que contra el suelo profería el pequeño y desgraciado hombre, yo permanecí inmutable a la espera de lo acontecido. Los hermosos ojos de Laura me miraron y me brindaron tranquilidad ante tanto horror. Después de que exclamó que no debía asustarme, que pronto me acostumbraría, me dijo que aguardara tal y como Paz me había dicho. Desapareció al entrar a la casa y yo no tuve más opción que esperar.
Ya habían pasado un par de minutos y yo decidí acercarme a la puerta para intentar ver qué sucedía. El vigilante yacía en el suelo, al menos lo que quedaba de él. Estaba con las extremidades estiradas y en su cara todavía había rastros del terror, al lado de su cabeza se había formado un charco de sangre que fue lo único que en realidad me conmovió durante esa noche. Me agaché, tuve un deseo enorme de tocar su sangre y al hacerlo me inquieté de tal forma que imágenes olvidadas volvieron a mi mente: Vi a mi hija sonriéndome, vi la cara del policía que había justificado su desaparición, recordé que las mujeres que danzaban esa noche bailaban incansablemente, hasta se revolcaban juntas en suelo en una marea de brazos y piernas, yo me había paralizado al verlas, cantaban, cantaban: Yo te daré, te daré niña hermosa, te daré una cosa, una cosa que yo sólo sé, Upé. Después gritaban hacia el cielo Upé y con eso gritaban perdón, gritaban verdad, gritaban justicia, gritaban amor.
Laura me sacó de mi evocación, me agarró con fuerza y me llevó hasta la calle. Paz venía detrás de nosotros con unas hojas en la mano. Pregunté para dónde íbamos, y Paz me respondió que no preguntara, que sólo caminara rápido. Nos devolvimos, llegamos hasta la esquina por la que antes había pasado con Laura, volví a ser conciente del frío despiadado. Allí nos detuvimos, observé la noche estrellada que estaba pronta a terminar, miré hacia Monserrate, se veía lejos, triste, solo; Paz tiró de mi brazo, me exigió que le sostuviera los papeles, supe entonces que ella en la otra mano traía un trapo empapado en sangre, el cual empezó a doblar de tal forma que lo pudiera sujetar cómodamente. Me arrebató los papeles, sonrió con malicia y dejó ver unos dientes amarillentos que terminaban en puntas; al ver eso demandé alguna explicación de Laura, pero ella sólo atinó a responderme que pronto me acostumbraría.
Mientras escurría sangre del pedazo de tela que tenía en la mano, Paz comenzó a elevarse, y mantenía su sonrisa perversa. Se elevó con siniestra facilidad y de nuevo me asusté porque no me asustaba. Llegó hasta la altura del techo de la casa que allí estaba, que era de dos pisos, y comenzó a restregar el trapo de sangre contra su pared. No tardé mucho tiempo en darme cuenta que copiaba en la pintura blanca las palabras que traían los papeles que habían extraído de
Dibujaba las palabras, No más amaneceres ni costumbres, y al tiempo me iba diciendo que este país estaba bajo el imperio de una maldición, una peste que arrasaba los campos y las ciudades, no más luz, no más oficios, no más instantes. Desde arriba insistía en voz alta que esta era una sociedad que sufría una enfermedad irremediable, una que dejaba a los humanos perplejos en su condición y condenados a olvidar. Sólo tierra, tierra en los ojos, aseguraba que habíamos tenido que vivir lo que vivimos para que otros pudieran conservar su poder; entre la boca y los oídos; decía que nos habían obligado a permanecer callados, clandestinos, subversivos, tierra sobre los pechos aplastados; tierra apretada a la espalda, que nos dejaron viviendo muertos, olvidados, mudos, errando en la noche, escondiéndonos de día; a lo largo de las piernas entreabiertas, tierra; con dolor en la voz empezó a gritar que nadie estaba dispuesto a develar nuestros nombres, que todos creían que echar tierra encima acaba con todas las culpas y todos los dolores; tierra entre las manos ahí dejadas. Terminaba ya de escribir y sentenciaba en voz baja que toda esta humanidad había condenado y perseguido nuestro mensaje de amor; lo llamaban venganza, lo llamaban odio, lo llamaban desagradecimiento, pero era sólo amor, dolor convertido en amor. Tierra y olvido. Al final escribió: Zarranca Descemer Ríama. (Días después supe que era un mensaje que los que caminan por la calle no pueden ver, solo algunos lo leemos; aún está allí).
Descendió sollozando, su mirada ya no era perversa, era triste. Se abrazaron con profundo amor y juntas lloraron sin lágrimas, ya no les quedaban. Se separaron pero quedaron atadas por sus manos, me observaron con ternura y enseguida Laura me dijo que no temiera, que sólo era una noche mágica, una para abrir los ojos y hacer más fuerte la voz, una noche a partir de la cual ya nada sería igual. Me deseó suerte ahora que empezaba una nueva vida, mencionó que no debía perder la esperanza, que algún día descansaría en paz, quizás un día lejano pero tendría toda la eternidad para esperarlo, para encontrarlo. Se soltaron de las manos, Laura alzó vuelo, me miró desde lo alto y con una velocidad inefable se perdió entre la espesura de la oscuridad; Paz, caminó hacia atrás sin dejarme de mirar, dio media vuelta y empezó a correr; en menos de lo que dura un parpadeo se convirtió en un perro negro, grande, que azarosamente se perdió entre las calles, seguro persiguiendo a su compañera.
Ahora en las noches deambulo por
Bogotá D.C. Octubre de 2009