Hoy me fue difícil despertarme. La oscuridad de la madrugada fue densa y las mantas que me protegen de la sevicia del frío fueron más pesadas que días anteriores. Además de que el ambiente de mi habitación pareció ser un fiel ejemplo de la cruel intemperie de los amaneceres de esta ciudad, este día se me presentó tan sólo como un cúmulo de tareas tediosas producto de una rutina laboral adquirida, por decisión propia, hace algunos meses. No hubo incentivo suficientemente convincente que me obligara a abandonar mi lecho hasta treinta minutos después de la hora habitual. Mientras descubría mi humanidad y la ofrecía a la baja temperatura de la alborada, divisaba veinticuatro horas futuras de desesperanza perpetuadas en el día.
Una vez cumplidas las tareas de asepsia que todo ser humano le debe a su cuerpo, y una vez vestí la indumentaria de quien decidí ser hoy, me instalé en la acera que delimita la vía cuyo curso dirige los vehículos hacia el centro de la ciudad. En ese punto, erguido esperé el bus verde que diariamente me transporta, de manera imprudente pero devota, a dicho sector donde habré de cumplir con mis deberes. Al arribar al paradero todos los días, siento como esa acera ha aguardado mi presencia con el fin de ofrecerme acceso a ese mundo lleno de historias terroríficas y enigmáticas para quienes consideran la periferia menos impopular y más agradable.
Esta mañana, al armatoste motorizado lo percibí menos estropeado y más sereno en su rodar, después de realizar la seña debida para denotar la necesidad de su pausa, lo abordé en razón de la certeza que me advertía la tardanza de su posterior homólogo.
Una vez en su interior, haciéndome con uno de los barandales próximos a las entendederas de los pasajeros que en ocasiones van de pie, logré engancharme para asegurar mi integridad, y quizás mi vida, mientras husmeaba los bolsillos en busca de monedas que pudieran costear mi viaje a las entrañas de la urbe.
Una vez hube insertado las correspondientes ruedas metálicas a través de esa habitual ranura, la cual es la única comunicación entre el incomprensible mundo del conductor y la penosa realidad de los pasajeros, di media vuelta hasta encontrarme con una multiplicidad de rostros que esta vez encuadraban una visión que sin parecerme fuera de lo común, nunca imaginé que podría llegar a encontrarme frente a ella.
Siempre que abordo un bus, acostumbro observar detenidamente cada uno de los semblantes de los pasajeros, para nada más que buscar un alma caritativa que a través de sus ojos me comunique no tener ningún problema en cederme una porción de su espacio vital. Pero esta vez mi transporte matinal rozó con lo trágico a pesar de lo cómico del panorama, puesto que en un bus se hace más difícil localizar posada segura para el trasero cuando todos los pasajeros van dormidos.
En últimas sin pensar más allá y evitando mayor preocupación, decidí hacerme con un sitio, al lado de una señora apurada ya por el tiempo, gordinflona, de pelo gris, que roncaba sutil pero incesantemente. No logré abstenerme de indagar por las causas de todo lo que hasta ese momento presenciaba. Es bien sabido que existen personas que no logran escabullirse del sueño mientras recorren los largos viajes que exigen las distancias de la ciudad, pero me pareció increíble que la totalidad de las personas que precisamente iban en ese bus hubieran sucumbido a un sosiego al parecer bastante profundo.
No habían transcurrido más de cinco minutos de haberme subido al automotor y no tengo claro cuánto llevaba meditando sobre las condiciones de mi situación, cuando de repente noté que mis párpados se hacían pesados mientras las imágenes que pasaban tras los ventanales comenzaban a transitar con cierta lentitud. Por un momento me impresionó la idea de estar pronto a convertirme en víctima de una fuerza extraña que sin duda era la misma que había posibilitado el estado letárgico de mis compañeros de viaje.
Ahora no me he es posible determinar el tiempo durante el cual lidié una lucha en la que me opuse, más que a la fuerza somnífera, a mi propio sistema que me demandaba sellar mis párpados y entregarme al sueño inminente. En algún momento me pareció percibir una música de suavidad perturbadora, que en vez de amenizar la ruta, denotó una complicidad evidente que facilitaba poco a poco mi acercamiento con la somnolencia que ya le había arrebatado los sentidos y la realidad a quienes me rodeaban.
Yo te llevaba del brazo, no tengo idea cómo llegaste hasta allí pues no estaba planeado verte hasta dentro de algunos días más. No recuerdo en qué momento me rescataste de esa marea insólita que envolvía el bus, sólo sé que no quería entrar a lo que desde afuera asemejaba un restaurante, no ignoraba que adentro estaba alguien que tú preferías no ver, y bueno, alguien que yo no quería que me descubriera en tu compañía, menos entrelazando nuestras manos con tanto ímpetu. No logré que desistiéramos nuestro ingreso a ese restaurante “tabernoso”, que sumado a mi personal prevención, sólo me permitía evocar malos augurios. Fue tarde para cualquier oposición, puesto que sin saber el cuándo y el cómo ya nos hallábamos sentados al pie de una mesa que, adornada con la cubertería correspondiente, nos ofrecía suculentos platos que no lograba identificar. Ante mi preocupación porque pudiéramos ser avistados por ella, la intención de hacerme con algún bocado se hizo imposible. En el momento en que tú, sin duda con hambre, arremetiste contra esa comida que yo seguía sin distinguir, con sorpresa me percaté que tu rostro se me presentaba como una tachadura tenebrosa cual mancha nebulosa. Aunque mi visión seguía siendo fiel al color trigueño de tu piel, tus hermosos rasgos eran imposibles de percibir. Preferí abandonar ese vistazo repugnante, y mientras continuabas tu asalto alimenticio fijé mi mirada en lo profundo del salón. Todo era una masa incolora e informe, pero tenía toda la certeza de que era el fondo de ese deslucido restaurante lo que mi sentido me exponía. De allá venía ella, veía su silueta, oscura en extremo, acercándose hacia donde nos encontrábamos. Mi corazón empezó a exigir mayor espacio con el fin de reacomodarse al nuevo ritmo de mis pulsaciones que se incrementaban con cada paso que ella daba hacia nuestra mesa. El sentimiento de culpa comenzó a corroerse mis entrañas, sudaba de forma inacabable, pues qué más que mi irreflexión era lo que estaba a punto de mandar nuestra noche al mismísimo infierno. Tú no tenías la menor sospecha de lo que se avecinaba, yo no tenía duda que me esperaba el dolor fatal que sólo me produce el ceño fruncido de mi amada cuando me odia. Sentí que ya no había tiempo para nada, ella estaba sentada al frente nuestro. Mi sudoración y mi pulsación llegaron a su límite cuando ya era preso del mayor pánico que mi rostro puede reflejar, y aunque mis extremidades ya habían emprendido un incontrolable temblor, tuvieron que ir cediendo en su intención cuando como por arte teatral la iluminación del restaurante se enfocó en ella. Eras tú, tampoco veía su rostro pero sabía que eras tú. Estaban vestidas igual y sus bocas, narices y ojos reflejaban dos manchas coincidentes. Ustedes se escrutaron mutuamente, compartieron vistazos violentos pero una vez recordaron el foco de discordia ensañaron su odio contra mí, sus miradas atravesaban mi corazón y mi vergüenza. Sentía cargando la más grande estupidez al darme cuenta que mi mayor temor era que tú me vieras en compañía tuya. Me sentí como un truhán al recordar que te había sido infiel contigo. Eras tú, estabas doblemente sentada a la mesa. Estabas odiándome dos veces. Veía doble tu mágica hermosura.
“Ey amigo, acá es donde se baja usted”, fueron los vocablos que me extrajeron de ese penoso sueño y me devolvieron mis cabales. El bus había parado en un lugar que aunque de golpe noté conocido, sabia sin duda alguna que no encajaba en mi recorrido diario. Todas las personas que venían conmigo y que al tomar el bus me habían recibido apaciblemente, en cuerpo pero no en alma, desaparecieron de forma inexplicable. Estaba convencido que mi dormir era más susceptible, por lo menos lo suficiente como para percatarme que alrededor de treinta almas iban desertando del vehículo mientras dormitaba, pero me equivoqué, y sin importar como haya sido, de forma fatal me dejaron con la única compañía de un hombre larguirucho y raído por los años, cuyos pelos de la testa habían migrado en su totalidad para conformar una prominente barba que escondía su cuello. El amenazante repaso que hacía el conductor sobre mi presencia, me hizo entender que no estaba dispuesto a esperar más tiempo. “¿No me oyó? Acá es donde usted se queda” exclamó con voz suficiente para que el receptor de su mandamiento, es decir yo, comprendiera el mensaje.
Suspendí la fijeza recíproca de nuestras miradas pasando mi mano sobre mi cara como pretendiendo limpiar la somnolencia, aunque en realidad vaciaba de mi cabeza las perturbadoras imágenes del sueño recién apreciado. Me puse de pie, pasé al lado del conductor sin dirigir palabra o mirada alguna, recorrí el pasillo con pasos resueltos, y una vez me encontré en tierra, sin tener idea de mi ubicación, fue que me pregunté por qué ese viejo chofer parecía estar tan convencido de mi destino último; acaso quién era él para decidir donde debía bajarme.
Ya cuando el monstruoso motor comenzaba a transmitirle fuerza a las grandes ruedas, resolví reclamarle a gritos la razón de mi abandono precisamente en ese lugar. El conductor desistió del arranque, soltó una risotada, fingida como la de un cascarrabias, y respondió con entonación grotesca y algo despectiva: “Señor, aquí lo recogí hace tres meses”. En seguida aceleró y el bus reanudó su camino demostrando la irrevocabilidad de mi condición. O se confundió de persona o mi memoria me jugó una desagradable burla. Mi incertidumbre se incrementaba a medida que perdía de vista el bus en lo más profundo de esta calle larga.
Una vez me di vuelta para reconocer el lugar de mi desdicha, supe de inmediato que el viejo tenía razón, esta esquina era mi verdadero destino. No tengo claro cuál es el sueño, si el del bus o en el que me encuentro ahora, preferiría que ambos lo fueran antes que tener que aceptar mi situación. No sé muy bien quién o qué era ese viejo, aunque creo comprender ahora su tarea de regresar las almas al lugar donde las recogió, incluso cuando ellas creen ir a donde deben o sienten ir a donde quieren. Ahora debo aceptarte que reconozco bien donde me dejó el bus verde. Me encuentro de pie justo en La Esquina donde mis labios tocaron los tuyos por primera vez, sólo que ahora no estás tú. Anoche te perdí.
BOGOTÁ DC. NOVIEMBRE. 2007