Ella, desde el lado del mostrador que le correspondía, había emprendido con vaga diligencia un reconocimiento minucioso de ese hombre que se le hacía conocido, pero al éste ir acercándose, cruzando de forma acelerada el salón donde los clientes confundían a la rutina entre cafeína y conversaciones, era cada vez menos necesario esfuerzo alguno, era él. Una vez se encontraron de pie uno frente al otro, ante la imposibilidad de un saludo más adecuado, sus ojos se encerraron en un recíproco abrazo que significó, para ambos, más mantener la guardia y el orgullo en alto, que explotar por la nostalgia. Ninguno de los dos cedería, no sabían exactamente en qué, pero no lo harían.
Él, con los ojos fijos en los color marihuana de ella, dejó que una tenue frase escapara, la cual, con palabras de más iniciativa que de libertad, indagaba por el estado de la mujer que hacía tiempo reputaba la primera de su vida. No sabía qué deseaba oír, puesto que si a ese sencillo “¿Cómo estás?” le seguía una respuesta débil con cierto aire de inconformidad, él tendría que, por decencia, ahondar en temas que seguro le habían sido vedados desde tiempo atrás; pero si por el contrario la contestación expresaba un “muy bien, gracias”, tendría que aceptar que ella había logrado ser feliz sin necesidad de estar a su lado, mientras él no tenía la certeza de haberlo conseguido sin ella.
Ella, respondió “muy bien, gracias” mientras ocultaba su inseguridad detrás de la sonrisa que siempre supo infalible contra la incomodidad de todo cuestionamiento. Su respuesta se originó en las entrañas del orgullo que lucía, con el fin de evitar que notara como hacía pocos instantes había estado meditando acerca de su penosa situación: había llegado a la ciudad no hace mucho, sin dinero, gracias a una débil aprobación de su familia, persiguiendo el sueño de un amor juglar y con la idea de hacerse inolvidable en las tablas de algún teatro, con la esperanza de un triunfo cada día más esquivo. En el momento en que respondió esas tres palabras, dos provenientes del corazón de hierro y una salida de su sagacidad cortés, sólo pensaba en que de ninguna manera permitiría que él se adentrara hasta zonas íntimas que no estaba dispuesta a descubrirle de ninguna forma.
Él, percibió ese “gracias” al final de la respuesta, enmarcada por los lujuriosos labios de esa mujer, como una expresión de inquisición más que como reflejo de un comedido comportamiento. Temía que aunque pretendía evidenciar una despreocupada indiferencia frente a su vida, esa desde el día en que ella misma lo había dejado bajo la amenaza de esta ciudad, era más bien la vía para que fuera él quien continuara conduciendo el interrogatorio, y seguro su resolución, puesto que ella, sospechaba, no tenía ánimo de decir ni una palabra que pudiera exponer particularidad alguna de su vida. No la creía cobarde, más bien la conocía suficientemente valiente para defender su intimidad como la más brutal de las amazonas.
Ella, no quería que supiera quien era ahora ¿Él se decepcionaría? ¿Cómo explicarle su cambio de planes? ¿Cómo contarle que había preferido la felicidad del arte, que la felicidad de salvar el mundo? ¿Cómo confesarle que había descubierto lo errado de su visión del amor hermoso, único, pacífico y mágico? ¿Cómo confesarle que era ella ahora quien deseaba responder preguntas?
Él, no quería que supiera quien era ahora ¿Ella se decepcionaría? ¿Cómo explicarle su canje de sueños? ¿Cómo contarle que había preferido la felicidad del amor que la de la fama? ¿Cómo hablarle de su latente temor al dinero y al poder? ¿Cómo demostrarle su nueva visión del amor monstruoso, inmanente, radical y sagrado? ¿Cómo confesarle que era él quien había renunciado a responder tanto y preguntar tan poco?
Ella, mientras buscaba la forma de ofrecerle algún producto, según el procedimiento adecuado para un cliente ordinario, no podía evitar que los recuerdos delicadamente se fueran desempolvando. Las diferentes ofertas de café se trocaron con imágenes del pasado que evocaban sueños idealistas de un novio que, confiado en enarbolar las mejores intenciones en lo alto, creía poder salvar el mundo a través de la política. Ella sólo quería venderle algo lo más rápido posible, deseaba bloquearle toda posibilidad a la conversación, lo último que esperaba era tener que confesarle que en el fondo siempre sospechó que en sus divulgados sueños, los de él, la vanidad se escondía vistiendo en ostentosa forma el disfraz de la solidaridad.
Él, aún sabiendo que un par de personas se habían unido a la fila en espera de su turno, decidió tomarse su tiempo para intentar descubrir en los ojos de ella si aún era la niña celosa que le temía a la soledad. Pero por lo contrario, mientras indagaba por sus temores, esos que creía conocer, recordó fue el día en el que ella decidió no enamorarse ante la inclemencia de la distancia, el día en el que optó por una vida inmune a la decepción. Sospechaba que, puesto que se hizo fuerte a su costa, lo había dejado porque en algún punto ya no lo necesitó más.
Ella, veía en el fondo de los ojos de él, esa misma incertidumbre que rondó su rostro el día que decidió no continuar con esa locura de amor desesperanzado, huérfano de futuro, en el que se habían sumido ambos. Percibió que su incertidumbre seguía acompañada de la incomprensión que no sólo nunca le permitió entender las razones del final, sino que sustentó su terca razón para no aceptar nunca sus deseos de dejarlo.
- Me das por favor un granizado de café – Ordenó él con menos deseos de café que de abalanzarse para abrazarla.
- Claro. Son cuatro mil pesos –
Él, mientras consultaba el fondo de su bolsillo en busca de los dos billetes que habrían de pagar de manera exacta su pedido, por su mente sólo pasaba la imagen del primer beso: Recostados en un sofá ajeno, su cabeza en el regazo de ella, sus labios apuntando al cielo, y los de ella uniéndose al encuentro que sellaría el comienzo de un agraciado amor para entonces.
Ella, fijó su mirada en el bolsillo de su cliente esperando que pagara cuanto antes y de la misma forma se perdiera de su vista. Sabía que vendría una frase de esas a las que, ante el desespero, él acostumbraba acudir. Palabras que, violentando la inercia de los sentimientos, se constituían como el último de los recursos cuando sabía que poco quedaba para salvar al amor del hambre del olvido. No quería matarle sus deseos de nuevo ante sus ojos, pero más por no tener que volver a recoger el reguero de emociones que dejaba la apertura de ambos corazones. Optó por la disciplina de la razón antes que por la rebeldía de los sentimientos.
Él, encontró los cuatro mil, los extrajo bruscamente de su pantalón, y, no sin antes darles un último vistazo para cerciorarse del valor, con movimientos lentos extendió su mano por encima del mostrador. Ella la alcanzó y sus dedos se rozaron a tan sólo cuatro mil pesos de distancia. Mirando el entrecejo de la mujer, sin repasar sus ojos por temor a desnudarle el alma, le ordenó: - Ven conmigo, porque la muerte quiere encontrarnos juntos –
- Pero es tarde, el sentimiento se ha perdido – exclamó ella mientras era su mirada la que en el suelo se extraviaba.
- ¿No queda esperanza? –
- La esperanza es lo último que se pierde – respondió con cruel ironía.
- Sí claro. Es lo último que se pierde, porque cuando se pierde ya todo lo ha hecho perder – Afirmó confiado en que ella conocía que sus palabras no todo lo decían, pues más hablaban el nostálgico pasado y el supuesto pero sospechoso presente. Dio media vuelta con el ánimo de abandonar el lugar. A pesar de que sus piernas torpemente se movían, su huida no podía esperar, pero ya no se fugaba del tiempo escaso como todos los días lo creía hacer, sino que su amada a partir de ese momento pasaba a ser el fantasma al que más habría de temer.
- ¡Ey señor! ¿Y su café? – gritó ella.
- Muchas gracias señorita, pero es tarde –
BOGOTÁ DC. ABRIL/MAYO/JUNIO. 2008